lunes, 2 de octubre de 2017

El invierno de los sentimientos.



No quisiste ver, Valentina, como se cernía sobre nosotros el invierno.
No te dabas cuenta de que con tus silencios nuestros días se hacían más cortos y las noches más solitarias; largas, frías y mudas. Te veías ir lentamente, lo sé, hacia un lugar seguro, aunque alejado de mí, del que no era posible volver; nunca pretendiste que te acompañara, te conformabas con que contemplara tus pasos, como quien contempla el cigarro de otro consumiéndose en el cenicero. Yo no podía conformarme, Valentina, ya sabes que soy impaciente, torpemente impaciente. Nunca soporté el lugar que ocupaban tus lagunas, tus vacíos, siempre intenté llenarlos con respuestas, te preguntaba todo Valentina, ¿lo recuerdas?¿recuerdas cómo te asaltaba con  mis temores? Eran preguntas que se clavaban como cuchillos, que en realidad iban de tus silencios hasta mi razón y te las devolvía en forma de pala, para cavar en tus silencios y que te apiadaras de mí, que me consolaras ¿es posible que no te dieras cuenta, Valentina? Claro que no, eras consciente de todo pero me ibas dejando en un rincón de tu bondad mientras te alejabas y te dejabas abrazar por tus demonios, malditos demonios. Si una sola vez me hubieras dejado entrar, Valentina, aunque sólo fuera para saber contra qué estabas luchando y por qué te estaba perdiendo.
Y así fue como llegó el invierno a mis sentimientos. Perdí las ganas de esperarte, perdí las ganas de luchar contra ti mientras tú te dejabas ganar por tus pesadillas, por los silencios. Fue tan doloroso dejarte ir, Valentina, pero tú nunca quisiste quedarte y dejaste que la soledad del frío invierno me invadiera e hiriera de muerte. Se me helaron las ganas de esperar a que tendieras tu mano y se helaron mis labios como se hielan las hojas de madrugada y se me quebró el dolor por el frío.
Te sorprendió que tirara la toalla pero no lo suficiente como para reaccionar, ni siquiera entonces; añadiste el dolor de mi marcha a tu saco de nubes negras, como lo llamabas tú, el mismo donde residían todos tus demonios; ése en el que no me dejaste echar un ojo; ahí metiste tu dolor que también era el mío, y así de impasible fue como terminaste de irte y te perdí de vista.
Y hoy, mi querida Valentina, el frío del inminente invierno me hiela el corazón y te lloro amargamente; has apagado tus días y te has abandonado al sueño eterno. Has decidido rendirte al enemigo, así lo pensaste; no pudiste pensar que en realidad te abandonabas a tu locura, no quisiste ver que esos demonios eras tú, consumiéndote lentamente; alimentado tus propias ganas de devorarte por dentro.
Nada ni nadie pudo destruirte, Valentina, ni tampoco nadie pudo sacarte de ahí, de tu propia cárcel.

Y tu egoísmo no puede mitigar mi culpa; el invierno se ha apoderado de mis sentimientos y tengo miedo de que asomen demonios tras estos negros nubarrones que son mis remordimientos. 

viernes, 17 de marzo de 2017

Estrellas del mar.

Salimos por el balcón de La Parra justo cuando amainó la tormenta. Pru conducía la escoba y yo iba de paquete; Pru la maneja como las hadas, ligera, juguetona y firme y a ella, a Apolonia, le cae muy bien Pru, creo que porque le gusta el color de sus alas. Que son de mariposa monarca y no de ángel. Y porque está con lo que tiene que estar y no como yo que estoy siempre donde no debo.

Era un día de pesca, aprovechando las nubes desperdigadas sobre la bahía; me costó mucho que ella lo entendiera. Me costó principalmente explicarle que no pescaríamos inofensivos hombres para que ella se los zampara. Creo que se enojó un poquito:
-Claro, como tú ya tienes uno dentro!!
Cuando hubo asumido la desilusión tuve que explicarle que tampoco pescaríamos en el mar, sino en las nubes y ya por último tuve que pedirle que desistiera de robar las cañas al vecino, que tampoco las usaríamos.
-Hija, ya! Pues explícate!
-No te excites tanto y deja de adelantarte a mis palabras.- contesté yo empezando a arrepentirme de haberla llamado.- Vamos a pescar palabras y usaremos una red especial.
-¿Pescar palabras?¿En las nubes? ¿Estás tonta?- de pronto la miré y vi ese brillo que siempre logra desconcentrarme, ese que me hace pensar que Pru puede tener razón a pesar de su cabecita loca.- De dónde sacas semejante tontería? ¿Por qué no vamos al huerto y las recoges del sembrado, como todo el mundo? ¿Por qué no vamos al olivar y las coges del los olivos, con esa red misma, o del suelo, como se ha hecho siempre?
-Pru, en las nubes también hay palabras y quiero esas.- insistí de cada vez un poco menos segura.
-Ya sé yo que en las nubes hay palabras, recuerda que soy una hada y vuelo por los cielos.- continuó con su voz de hada mala.- Por eso sé cómo son las palabras de las nubes, hay montones, sin sentido, son las palabras de los pensamientos de mucha gente, de todo el mundo, y viajan sin rumbo sobre los mares y las tierras, cayendo como agua y absorbiendo más palabras, y son palabras sobrantes, que nadie las quiere pero lo peor es que son palabras húmedas, pero no sexualmente húmedas sino asquerosamente húmedas, impregnadas de baba de tanto reposar en las nubes; cuando las tocas se escurren entre las manos para chocar contra el suelo y salpicar, es asqueroso.
-¿Has pescado alguna vez palabras de las nubes?- pregunté asombrada. Porque a mí me habían hablado de las palabras que están en las nubes pero nunca las había visto y de pronto me sentía fascinada por ellas. Y eso que yo he cruzado innumerables nubes, incluso me tragué parte de una nube del amor, recuerdo que se me indigestó.
- Claro Yvén!- puso su cara de autosuficiencia, esa que pone siempre que necesita recordarme que es más vieja que yo, siete días más vieja que yo. Luego bajó la vista como avergonzada.- Fue hace años, tragué un poco de polvo del amor y ya sabes que eso para mí es como una sobredosis.- Cierto, Pru ya es amor puro.- El caso es que me dejé llevar y…, ya sabes, conocí a alguien y, bueno, ya sabes, me dejé llevar por ese alguien…- Lo siguiente podía ser muy asqueroso, conozco a Pru y sus alguien.- Y bueno, me habló de esas palabras y yo fui a por algunas, para escribir poemas de amor, ya sabes, tonterías que haces cuando te pasas con el polvo del amor.- suspiró largamente. Yo estaba sorprendida por muchas cosas, una de las cuales fue descubrir que Pru tenía maneras humanas de amar a pesar de que las usara en menor medida.- Y eso, fue asqueroso, me pringue toda por unas palabras bonitas, perdí mucho tiempo depurando las buenas de las malas y cuando llegué a su lado el tipo ya no estaba. Qué asco…- de pronto clavó sus ojos multicolores en mí hasta hacerme enrojecer.- Y a ti quién coño te ha hablado de las palabras en las nubes?
Titubeé. No había pensado en la respuesta.
- Bueno, ya sabes, se oye de todo en esta ciudad de muertos vivientes y gatos suicidas, qué se yo, oiría rumores.- contesté desviando la vista al puerto.
- Ya, ya.- sentenció. Odio a esa Pru. Podría haber añadido que ya llevo mucho tiempo en el lugar como para dejarme llevar por lo que se habla, por las palabras de este sitio pero por fortuna pareció que se le ocurría algo mejor por hacer, y lo mejor es que obvió preguntarme para qué quería yo esas palabras.- Tengo una idea más productiva, vamos a pescar estrellas, estrellas en el mar, no estrellas de mar, sino estrellas en el mar, que también las hay.
Se asomó al balcón y señaló con el dedo un claro en el horizonte.
- Mira, ahí seguro que hay, pero esta red no nos sirve, tendremos que mangarle las cañas de pescar al vecino.
Así que eso hicimos, sólo que no tuvimos que volar hasta el claro porque el sol, de pronto, inundó toda la bahía. Pescamos muchas estrellas y con ellas nos hicimos unos vestidos dorados. Como de princesas y hadas.

Me quedé con las ganas de pescar palabras en las nubes pero fue un día bonito, un día en el que volví a pensar que Pru, allá donde parece cualquier cosa menos prudente y responsable, cuida de mí, o por lo menos, cree hacerlo, Y eso es bueno, muy bueno.
Así que si alguien, algún día, tiene la oportunidad de pescar palabras en las nubes y pringarse de ellas, por favor, que me lo cuente. Que me cuente cómo son, si son pegajosas y húmedas, porque quiero ver si a pesar de todo me sirven para juntarlas

miércoles, 15 de marzo de 2017

Amor invertebrado. Soledad 3.

Cuando la luz llegó a la aldea María dejó a Ricardo por un electricista; desde que la institutriz se suicidó desde la torre donde dormían sus hijos él se había sumido en la más pura e insoportable oscuridad y soledad. Parecía como si él se sintiera culpable por ello, culpable por dejar a sus hijos con una perturbada, por lo que podría haber pasado, culpable quizás porque se recordara su hacienda como aquélla donde murió Soledad. Por todo, o por nada, porque nunca se pronunció, él se convirtió en un personaje oscuro y huraño.
Lo que la inteligencia de María nunca llegó a comprender es que realmente Ricardo era el culpable de todo eso y más. María moriría sin saber cuánto dolor y culpa acompañaron al padre de sus tres hijos hasta el final de sus días. Culpa y peso que en realidad no merecía, tan víctima fue como la propia Soledad, ella pagó el error con la vida y él también.
Y era el error de otros, de eso no cabía duda, porque el recordaba su propio principio y no le parecía un error; más bien un regalo divino. Soledad había sido y sería la mujer que más amó y deseó en la vida y la cruda realidad no impidió que la siguiera amando aún en la distancia y el dolor de los hechos.
Cuando Soledad se quedó embarazada Ricardo creyó que se le abría el cielo; ese fruto de su inmortal amor sería quien los liberaría del rechazo de los padres de él. Que más que rechazo era una negativa a la unión, esperando que no fuera más que un amor pasajero. Y corrió a darles la buena nueva a los condes, anunciando que Soledad iba a ser su esposa y condesa; a anunciar el amor sin fronteras de ningún tipo.
La respuesta de sus padres, saliendo de la boca fría de la condesa se convirtió en una guadaña que sesgaba de raíz las alas del amor.
- Hijo mío, eso no puede ser aunque haya sido.- empezó a hablar, serena y con un brillo casi tétrico en los ojos.
Ricardo ansiaba oír el argumento; creía que no había freno posible para su amor con Soledad y planes; si tanto se negaban él tenía intención de rechazar el título, la herencia y hasta a la propia familia.
Pero fue peor de lo jamás hubiera pensado.
“ La historia comenzó mucho antes de lo que él recordaba, mucho antes incluso de que él naciera.
Empezó cuando el conde salvó la vida de la que sería la matrona de la aldea; la salvó de los colmillos de los lobos hambrientos del bosque.
Entonces los dos estaban recién casados con sus respectivos cónyuges. Rocío, la matrona, quedó profundamente agradecida, por eso, cuando el conde le pidió ayuda no pudo más que prestarse; con la aprobación y agradecimiento que sentía su esposo hacía Pol, el conde.
Y era un favor de vida. Sara, la condesa, no podía concebir hijos de ninguna de las maneras, vacía para albergar una vida en su interior. Los deseaban, ansiaban y necesitaban porque el título se perdía sin herederos.
Rocío se prestó para parir a un conde; y ése mismo fue el primer parto al que asistió, solo que tuvo mellizos; Ricardo y Soledad.
El conde se quedó con su hijo, al que Sara educó como suyo, queriéndolo como cualquier madre a sus vástagos.
Rocío y su esposo criaron a Soledad, en el más puro de los amores paternos, para ellos era vida en agradecimiento de vida, siempre se sintieron dichosos de sus actos aunque nunca se lo contaran a sus hijos. Después de Soledad vinieron fruto de su amor dos hijos más, Facundo y Teresa.
Y todo siguió con normalidad y armonía hasta que los desconocidos mellizos se conocieron y enamoraron.
Ambas familias esperaban realmente que fuera algo pasajero pero nunca sintieron que tuvieran que aplicar un remedio real, nunca hasta que fue demasiado tarde.”
Estupefacto, incrédulo y seco se quedó Ricardo al conocer la verdad. ¿Qué reprocharle a quién? ¿A su madre adoptiva el deseo de ser madre? ¿A su padre el deseo de tener un hijo? ¿A su madre biológica el hecho de tener la bondad de darles un hijo, agradecida de la vida? ¿A su esposo por permitirlo, ése que él consideraba un gran hombre? ¿A todos por guardar el secreto de sus vidas? Sí, a partir de que en esas vidas entraba él. Pero ya era demasiado tarde.
Podría haberle contado a Soledad lo que él ya sabía pero pensó que no deseaba que ella sintiera tanto odio como él, no quería que odiara a sus padres. Optó por marchar y cargar con las culpas. Y dolió marcharse abandonándola a su suerte, pero ella iba a ser fuerte. Si tenía a su hijo él no lo reconocería; y si lo perdía todo acabaría ahí, todo menos su amor.
Así sucedió, rota por el dolor Soledad huyó y abortó al hijo del pecado, sin saberlo. Pero años después, cuando se creyó fuerte, volvió.
Ricardo no era fuerte, siempre fue consciente de que la seguía amando, él no fue esclavo del despecho ni del dolor ni de la rabia hacia ella. Y cuando volvió resurgió todo lo que había enterrado bajo años de silencio compartido.
Y sucedió de nuevo, ¿es más fuerte la sangre que el deseo? Podría haberle dicho entonces que ella misma era hija del conde y así acabar con el tórrido romance; podría ella haber cogido su parte de herencia y empezar la vida en otra parte. Pero él prometió en el lecho de muerte de sus padres que siempre guardaría el secreto, como se lo prometió a Rocío, temerosa de perder a su hija. ¿Es más fuerte el amor que las promesas a los difuntos?
Se lo dijo, pero fue tarde, se lo dijo cuando ella volvió a quedarse en estado.
Le contó lo que debería haberle contado años atrás; le contó que eran mellizos, hijos de los mismos padres, que ella era hija de un conde y sus hijos sus sobrinos; María era su cuñada y el hijo que esperaba era a su vez sobrino de ambos.
Le ofreció la mitad de todo lo suyo o más, si lo necesitaba, que por ley hubiera podido ser de ambos, para que se marchara. Que tuviera a ése hijo si tanto lo deseaba pero que antes tenía que saber que era hijo del peor de los pecados.
Ella no lo resistió, quizás tampoco quiso darse tiempo para pensarlo, estaba agotada y de pronto se agolparon en su pecho todas las emociones olvidadas. Quiso morir.
Le pidió a Ricardo que hiciera una cosa por ella, una última cosa.
 “Mátame”.
Era cruel, pero no más de lo que habían sido con ella. Y él lo hizo, la empujó por el ventanal de la torre de vigilancia de la hacienda.
Matando así el amor invertebrado que consumaban los dos hermanos
Lo hizo entendiendo que Soledad no soportaba la vida que le había tocado; no fue egoísmo, Dios lo sabe, ni tampoco justicia. Y si él le sobrevivió varios años con culpa; esa culpa no fue por el empujón sino por permitir que la vida los llevara a eso cuando pudo frenarlo antes del desastre.
La pequeña de las hijas del conde se llamaba Soledad, como la que era su tía secreta o como la que debería haber sido su madre, tan parecida a ella.



martes, 14 de marzo de 2017

Gotas de amor. Soledad 2

Caminaba en solitario por el sendero que llevaba a la ermita, era de noche pero la luz de la luna y de las estrellas iluminaban el blanco camino. Iba avanzando con empujada por el amor y la ilusión, contando las bocanadas de aire que aún le faltaban para respirar hasta llegar a él, aire vacío de su presencia.
Llegó poco antes de lo previsto pero Ricardo ya estaba allí, apoyado en una pared lateral de la pequeña capilla; la luna reflejaba luz en su rostro y a Soledad le parecía ver a un ángel, a su ángel.
Y allí, en ese paraje secreto del deseo se dejó llevar por el amor y la pasión de Ricardo, volando en sus brazos hasta tocar las estrellas:
- No son estrellas, son gotas de amor, lo sé porque las he tocado.- le decía a él embriagada de felicidad.
Y los encuentros se sucedieron, sin interrupción, durante dos años; entonces ella era una chica tocando la madurez popular; siguiendo los firmes pasos de su madre, llevaba camino de convertirse en la joven sucesora de la partera de la aldea. Joven y llena de vida, tejía entusiasmada su ajuar secreto, como secreta era su relación con Ricardo, hijo único del conde.
Secreta quizás por la edad de ella, o por los compromisos de él, nunca se paró a pensarlo, quizás el secreto formara parte del placer.
A Soledad nunca se le pasó por la cabeza que fuera otra la que ocupara el corazón de Ricardo, y no sólo porque la felicidad y enamoramiento la cegaran; él se ocupó de perseguirla hasta hacerla suya en cuerpo y alma, él le repetía en cada ocasión sus planes para ambos, él le pedía amor eterno y ella acabó por dárselo, inocente, sin saber que algunas promesas son más eternas de lo que deseamos.
Entonces desconocía que la vida no se teje con promesas.
Él partió de viaje, estuvo tres semanas fuera de la aldea; cuando marchó Soledad estaba embarazada. Ambos parecía felices con la idea, Ricardo le propuso matrimonio antes de partir y pospuso la petición de mano para su regreso, previsto en quince días.
Y el regreso se produjo, frío como el hielo inesperado, siete días tarde y de la mano de otra mujer.
Las explicaciones fueron escasas y sin sentido, pronto Soledad dejó de oír para encerrarse en un negro cajón de tormento.
Ricardo estaba enamorado de María y se iba a casar con ella. No iba a reconocer al hijo de Soledad como ilegítimo, si quería que llevara su nombre debía de criarlo él con su esposa, esa era la condición.
Pero Soledad, cegada por la desconocida rabia que sentía se dijo que nunca le daría un hijo, con o sin nombre. Huyó como alma que se la lleva el diablo y en la seguridad del anonimato, en un lugar desconocido abortó.
Cuando regresó a la aldea, años más tarde, su hermana pequeña ocupaba justamente su lugar como sucesora de la madre, ella tenía buenas referencias como institutriz en las mejores casas y Ricardo era padre de tres hermosos hijos.
Su regreso no fue tan agrio como el carácter que tenía desde que se marchó, nunca nadie, salvo Ricardo, supieron de sus andadas, ni siquiera del frustrado destino feliz, nadie supo que perdió a su bebé porque tampoco sabían que lo esperaba.
Y la belleza, dormida bajo la rectitud de un nuevo carácter, despertó de nuevo al Ricardo de antaño.
Soledad se entregó de nuevo en secreto, en el mismo de la ermita que los vio amarse tantas veces; él, aburrido de su perfecta vida condal, con su bella y joven esposa frágil, madre a tiempo completo.
Sole creía saborear una lenta venganza, sabiéndolo en sus brazos, dentro de ella, como un vicio insalvable.
Tanto pudo notar esa sed irrefrenable, tan real fue que él acabó por rogarle que se ocupara de sus hijos, que necesitaba enderezarlos para paliar los desmesurados mimos de María.
Ella se negó hasta que las súplicas resonaron en su cabeza, se negó hasta que él reconoció que la quería cerca, arrepentido, la quería bajo su mismo techo.
Y así fue.
Y allí, en la torre de vigilancia de la hacienda de Ricardo.
Inocente a pesar de sus treinta y cinco años, creyó de nuevo en el amor, en su amor. Ignorando que en realidad era el camino de su propia promesa de amor, años atrás. Ignorando que las gotas del amor eran gotas que la mojaban a ella y se perdían en la coraza de piedra, construida con años de dolor y de amor dilapidado. Gotas que ablandaron la coraza hasta hacerla inservible, de nuevo encinta, ciegamente ilusionada pero con el velo transparente cubriendo su mirar.
Ricardo no la quería, no quería ese hijo, y menos ahora que estaba felizmente casado; debía perderlo o marchar para siempre.
Destrozada de nuevo pero con el recuerdo del pasado golpeando en las sienes una noche se enfrentó a él, una noche que había sido especialmente dura cuidando de los hijos que debieron de ser suyos, de ambos; y con el amargo sabor que le dejaba el desprecio de su amor; desprecio a ella y a sus hijos no nacidos.
Esa fue su última noche en brazos de Ricardo. Cruel hasta la muerte le enseñó el desván, donde estaría la habitación del niño. En lo alto de la torre.
La empujó al vacío, a la muerte. Mató a su amante y a su hijo y si Soledad sentía después de muerta lo que más le dolería fue que matara el recuerdo de lo que debió ser implantando una versión falsa y una memoria falsa de su existencia.
A la mañana siguiente, Soledad amaneció en el suelo, tirada junto a la torre, en una posición imposible, rota y muerta.


lunes, 13 de marzo de 2017

Soledad

Me lo contaba Pol, de vivencia propia, en una tarde de infierno, en la que el viento no te dejaba asomar, casi huracanado y ya habitual. No llovía pero el agua viajaba en el viento posando su sal en los objetos para luego desaparecer, sacudida de nuevo por el aire y dejando allá su tesoro salado. Parecía ya que no había agua si no sal viajando en el aire. Nuestras caras llegaron saladas y nuestros cabellos semejaban hilos de alambre, unos más finos, otros más gruesos y unos cuantos, aquí y allá, reunidos.
No era la más atractiva de las ideas, la de quedarnos en la casa de la montaña, porque aparecían agujeros allá donde antes había piedras bien colocadas, el tejado parecía volarse cada vez un poco más y en el jardín los árboles, los cipreses, aullaban anunciando inminente caída sobre la casita pero era la única opción posible. Así que nos sentamos cerca del fuego, donde se podía comprobar, por la danza de las llamas, que por más de un lugar entraba aire, aire ladrón, conquistador de espacios.
“La Matrona era toda una institución en la casa; nos trajo al mundo a casi todos, por lo menos a todos los que habían nacido entre las murallas de la aldea. Y éramos unos cuantos, doy fe de ello, y a algunos de los que ya no estaban. Era de figura alta, oronda, de cara agradable y de manos ágiles, aunque duras y terribles. Decían las más viejas que todos los niños nacían sanos, herederos bravos, pero sólo nacían un máximo de tres por cada madre, al tercer parto, las manos de esa mujer sellaban la entrada y concepción de cualquier cuarto hijo.
Nos conocía a todos por nuestro nombre, a toda la aldea y nos quería a todos, conocía la fecha todos los nacimientos y nunca faltó una felicitación en todos los cumpleaños. Era como la tía de todos, bien recibida en todas las casas y reuniones. Su esposo era herrero y le había dado tres hijos, Facundo, Soledad y Teresa.
Facundo heredó el oficio del padre, Soledad salió institutriz y Teresa acompañó a su madre, desde muy tempana edad, en las labores de matrona.
Cuando yo tenía seis años, y mis hermanas cinco y cuatro, Soledad se instaló en la hacienda para hacerse cargo de nuestra educación; al contrario de su madre, que parecía inmune al paso del tiempo a pesar de los surcos en su piel, Soledad estaba envejecida; contaría con treinta y cinco años pero parecía que tuviera cincuenta. De aspecto austero y riguroso, alta como un día sin pan, ofrecía el mismo desaliento, delgada y vistiendo siempre de negro. Era fea, al contrario que Facu y Tere, y nunca se casó ni tuvo descendencia, al contrario también de sus dos hermanos.
Era muy estricta en sus maneras, quizás efectiva, pero a nosotros nos caía muy mal, no había en ella ni un ápice de amabilidad, nada de ternura, y nosotros estábamos muy acostumbrados a los cariños de nuestros padres, de madre sobre todo; padre se reprimía bastante, quería criar a hijos fuertes, no a mariposas y no hacía diferencia entre niños y niñas, todos por igual íbamos a heredar la tierra y para poner freno a tanto consentimiento contrató a Sole. A madre no le caía del todo bien pero distaba mucho de oponerse a una decisión de su esposo y padre hacía de tripas corazón, convencido de que a la larga era lo mejor para nosotros.
Nuestras horas de juego se transformaron de la noche a la mañana en horas tediosas de estudio y educación. Sole dormía en la torre con nosotros, en el piso inferior, sobre la salita que en principio era de juegos. Mis padres en la casa principal, algo apartados. Hacía poco que nos habíamos cambiado de habitación, había sido como un regalo, la torre representaba todo un mundo para nosotros tres, con la salita, las habitaciones y las tres salas superiores que aún se destinaban a trasteros, ya no a graneros; se arreglaban a medida que las necesitaban y la idea era que fueran habitaciones para los tres una vez que nos separaran. De momento compartíamos una, nueva de nuevo porque la original se la cedieron a Sole, adaptando otro piso para nosotros. Y ese seguía siendo un poco nuestro consuelo, porque podíamos dejar volar la imaginación hasta los pisos de arriba, queriendo escapar de la terrible Soledad. Refugiándonos el uno en el otro, yo era el mayor e imagino que representaba una protección para las niñas pero en realidad yo me refugiaba mucho en ellas, me consolaba mucho tenerlas cerca porque con la llegada de Sole me volví algo miedoso.
A las ocho, después de la cena con lección de fondo y las oraciones pertinentes nos, mandaba a la cama; se oía un rato de silencio en los pisos inferiores y después, cuando ella debía suponer que dormíamos empezaba a oírse el trajín de alguien inquieto, alguien ansioso. Se podía escuchar el murmullo de la radio en la salita todas las noches. El ruido que hacía Sole al andar o subir escaleras aterrorizaba a los tres por igual, entonces sí que ejercía de hermano mayor; mis hermanas casi lloraban imaginando a Sole subiendo a nuestro cuarto y convirtiéndose en horrible criatura mientras lo hacía. Pero nunca subía, se fiaba del silencio casi sepulcral que ofrecíamos.
Una noche, durante la cena, mi hermana pequeña se atragantó; supongo que el miedo a lo que pudiera decir o hacer Sole la hizo entrar en pánico y a pesar de que el atragantamiento no pasó a mayores ella empezó a llorar, llamando a nuestra madre, implorando ir con ella, su ruego hacía mella en mi otra hermana que empezaba con pucheros, no en Sole, que me mantenía en su terrorífica actitud de que allí nada se alteraba sin su permiso, permiso que nunca concedía, por supuesto; y yo estaba atónito, asustado, no sabía qué consecuencias tendría aquello, a dónde nos llevaría el lloro de la pequeña, cómo acabaría eso, temía lo peor, temía tener que salir en su defensa en caso de que quisiera comérsela, o enterrarla viva o echarla al fuego. Qué se yo, cosas de niños.
El caso es que ella, Sole, se levantó de un saltó picando con las manos, con las palmas abiertas sobre la mesa:
- Basta de lloriqueos!- sentenció con la voz severa, gritando en voz baja.- A la cama los tres!
Y así lo hicimos, cogí a la pequeña de la mano y subimos al cuarto. Ya en él oímos los pasos inquietos de Sole en la salita, los tres quietos escuchando aterrorizados, en el centro. Y nuestros peores miedos se hicieron realidad, la oímos subir a zancadas las escaleras y no parar en su cuarto, abrió la puerta cual huracán y allí nos pilló, mis hermanas se orinaron encima del terror que sentían, yo estuve a punto.
- Qué hacéis? Al baño inmediatamente.- Miró a las dos niñas.- Y vosotras, dormiréis meadas, así aprenderéis maneras.
Se acercó a ellas y las llevó a la cama, yo me quedé petrificado, mirando, aterrado y odiándola a muerte, creo que nunca odié con tanta energía a alguien. Las niñas, entre sollozos y casi sin aliento se metieron, se dejaron hacer.
- Y tú a qué esperas?
Me metí en el baño y frente al espejo salió todo mi odio en forma de lágrimas y al verme llorar a mí mismo la odié más si cabía. Intenté orinar pero no pude, me lavé las manos y salí de nuevo. Soledad ya no estaba y mis hermanas lloraban en silencio.
Me acosté con mi pena, ellas se durmieron, imagino que el cansancio de tanta lágrima las venció pero yo no podía y estuve escuchando los ruidos de la noche durante varias horas, hasta que perdí la consciencia y los ruidos se fueron convirtiendo en mis sueños.
Cuando llevaba unas horas dormido otros ruidos me despertaron, eran las niñas, cuchicheando.
- Pol- susurraban- Pol, despierta.
Y al ser más consciente entendí de su vigilia, seguían los pasos en los pisos inferiores, y los pasos subían, pasaron por nuestro cuarto y siguieron subiendo, dos veces, unos pasos seguidos de otros, y pararon en lo que debía ser el último piso. Allí se oía más lejano, casi imperceptible los pasos en el piso. Un portazo y unos pasos bajando, solo unos, sin nadie que los siguiera. Luego silencio hasta el amanecer.

Amanecimos con escozor en los ojos, resaca de lágrimas y con alboroto afuera. Soledad amaneció en el suelo, tirada junto a la torre, en una posición imposible, rota y muerta.” 

Te quiero sin amor

Te quiero sin amor;
que es lo que te he aprendido.

Vivo en una grieta de tus ganas;
tus ganas bajo mi almohada
y tu cuerpo en un pliegue de mi razón.
Acurrucado.

De tus silencios nacen sonidos,
que suenan a impresionismo musical de cristal.

 Te espero en mi grieta,
que ubicaste en la nada,
entre el odio y las necesidades,
en un rincón apartado
de tu insana conciencia.

Te escribo con la tinta que sobra
de todos los poemas
de amores encontrados.
Porque éste es un amor en una jaula oxidada,
cuya llave se tira para perderla de vista.

Y te escribo corto
para que no parezca una carta.
Te escribo corto, para que te lean despistados.

Te escribo desde el sillón de la grieta en la que vivo,
allá entre los sonidos rotos y las voces altas.
Te escribo tarde, porque acabé las excusas
y aburrí a la razón con rodeos.



jueves, 6 de octubre de 2016

Los quehaceres del amor.

Las cosas que hacemos por amor, en realidad, son más tenebrosas que las que hacemos por desamor.
Porque por amor somos capaces de cambiar las formas, hacer lo impropio en uno mismo, para endulzarnos y parecer mejores, para gustar y enamorar; para hacer de la salida un camino de rosas sin espinas.
Hacemos que cambiamos, corriendo y a la fuerza por eso de que la primera impresión es la que queda. Pero no cambiamos en realidad, lo que hacemos es tapar lo que nos parece algo menos que mugre, la tapamos a conciencia con bonitas telas de flores, disfraces de lo que creemos que el otro ansía ver. Y nuestro verdadero ser queda catapultado bajo cientos de mentiras. Ahogándose. Malherido pero vivo, respirando a duras penas mientras maquina para cuando llegue el desamor.
Y el desamor puede tardar en llegar, es más, puede que no llegue nunca y ese ser que tapamos en su día deje de respirar para dejarnos ser otra persona o vaya soltando el aire hacia afuera lentamente, mezclándose con los años y las palabras, saliendo tan despacio que se normalice en un nuevo ser, o el ser antiguo sea aceptado porque no logramos engañar al amor o bien porque lo engañamos tan bien que no puede hacer otra cosa que aceptarnos tal y como somos, con toda la mugre de fábrica.
Y si esto último llega a suceder, cuida bien ese amor, porque realmente fue él quien hizo el sacrificio, y más que por gusto fue por obligación.
Y todo esto es algo que hacemos todos, porque el otro también lo hizo, en mayor o menor medida y por los mismos motivos existenciales y primitivos.
Pero si llega el desamor.., ay! Si llega el desamor.
Podemos haber acumulado junto a la mugre mucha amargura que se unió a ella para crear ahí abajo un verdadero monstruo, que no es más que nuestro yo venido a más, viviendo reprimido sin casi espacio ni aire, furioso y herido.
Entonces llega el susodicho desamor y, tanto si queremos como si no, le abre la puerta de par en par, le quita las capas floridas de telas primaverales y lo deja escapar. Impregnando todo de amargura y liberación.

No podemos reprocharle nada, nosotros lo encerramos ahí, eso fue lo tenebroso. Encerrarlo y dejar que siguiera vivo, enjaulado, alimentándolo, preparándolo para lo peor. No podemos reprocharle nada porque hasta cuando sale el monstruo nos valemos de él, festejamos su presencia y lo usamos de escudo.