Me lo contaba Pol, de vivencia propia, en una tarde de
infierno, en la que el viento no te dejaba asomar, casi huracanado y ya
habitual. No llovía pero el agua viajaba en el viento posando su sal en los
objetos para luego desaparecer, sacudida de nuevo por el aire y dejando allá su
tesoro salado. Parecía ya que no había agua si no sal viajando en el aire.
Nuestras caras llegaron saladas y nuestros cabellos semejaban hilos de alambre,
unos más finos, otros más gruesos y unos cuantos, aquí y allá, reunidos.
No era la más atractiva de las ideas, la de quedarnos
en la casa de la montaña, porque aparecían agujeros allá donde antes había
piedras bien colocadas, el tejado parecía volarse cada vez un poco más y en el
jardín los árboles, los cipreses, aullaban anunciando inminente caída sobre la
casita pero era la única opción posible. Así que nos sentamos cerca del fuego,
donde se podía comprobar, por la danza de las llamas, que por más de un lugar
entraba aire, aire ladrón, conquistador de espacios.
“La Matrona era toda una institución en la casa; nos
trajo al mundo a casi todos, por lo menos a todos los que habían nacido entre
las murallas de la aldea. Y éramos unos cuantos, doy fe de ello, y a algunos de
los que ya no estaban. Era de figura alta, oronda, de cara agradable y de manos
ágiles, aunque duras y terribles. Decían las más viejas que todos los niños nacían
sanos, herederos bravos, pero sólo nacían un máximo de tres por cada madre, al
tercer parto, las manos de esa mujer sellaban la entrada y concepción de
cualquier cuarto hijo.
Nos conocía a todos por nuestro nombre, a toda la
aldea y nos quería a todos, conocía la fecha todos los nacimientos y nunca faltó
una felicitación en todos los cumpleaños. Era como la tía de todos, bien
recibida en todas las casas y reuniones. Su esposo era herrero y le había dado
tres hijos, Facundo, Soledad y Teresa.
Facundo heredó el oficio del padre, Soledad salió
institutriz y Teresa acompañó a su madre, desde muy tempana edad, en las
labores de matrona.
Cuando yo tenía seis años, y mis hermanas cinco y
cuatro, Soledad se instaló en la hacienda para hacerse cargo de nuestra educación;
al contrario de su madre, que parecía inmune al paso del tiempo a pesar de los
surcos en su piel, Soledad estaba envejecida; contaría con treinta y cinco años
pero parecía que tuviera cincuenta. De aspecto austero y riguroso, alta como un
día sin pan, ofrecía el mismo desaliento, delgada y vistiendo siempre de negro.
Era fea, al contrario que Facu y Tere, y nunca se casó ni tuvo descendencia, al
contrario también de sus dos hermanos.
Era muy estricta en sus maneras, quizás efectiva, pero
a nosotros nos caía muy mal, no había en ella ni un ápice de amabilidad, nada
de ternura, y nosotros estábamos muy acostumbrados a los cariños de nuestros
padres, de madre sobre todo; padre se reprimía bastante, quería criar a hijos
fuertes, no a mariposas y no hacía diferencia entre niños y niñas, todos por
igual íbamos a heredar la tierra y para poner freno a tanto consentimiento
contrató a Sole. A madre no le caía del todo bien pero distaba mucho de
oponerse a una decisión de su esposo y padre hacía de tripas corazón,
convencido de que a la larga era lo mejor para nosotros.
Nuestras horas de juego se transformaron de la noche a
la mañana en horas tediosas de estudio y educación. Sole dormía en la torre con
nosotros, en el piso inferior, sobre la salita que en principio era de juegos.
Mis padres en la casa principal, algo apartados. Hacía poco que nos habíamos
cambiado de habitación, había sido como un regalo, la torre representaba todo
un mundo para nosotros tres, con la salita, las habitaciones y las tres salas
superiores que aún se destinaban a trasteros, ya no a graneros; se arreglaban a
medida que las necesitaban y la idea era que fueran habitaciones para los tres
una vez que nos separaran. De momento compartíamos una, nueva de nuevo porque
la original se la cedieron a Sole, adaptando otro piso para nosotros. Y ese
seguía siendo un poco nuestro consuelo, porque podíamos dejar volar la
imaginación hasta los pisos de arriba, queriendo escapar de la terrible
Soledad. Refugiándonos el uno en el otro, yo era el mayor e imagino que
representaba una protección para las niñas pero en realidad yo me refugiaba
mucho en ellas, me consolaba mucho tenerlas cerca porque con la llegada de Sole
me volví algo miedoso.
A las ocho, después de la cena con lección de fondo y
las oraciones pertinentes nos, mandaba a la cama; se oía un rato de silencio en
los pisos inferiores y después, cuando ella debía suponer que dormíamos
empezaba a oírse el trajín de alguien inquieto, alguien ansioso. Se podía
escuchar el murmullo de la radio en la salita todas las noches. El ruido que
hacía Sole al andar o subir escaleras aterrorizaba a los tres por igual,
entonces sí que ejercía de hermano mayor; mis hermanas casi lloraban imaginando
a Sole subiendo a nuestro cuarto y convirtiéndose en horrible criatura mientras
lo hacía. Pero nunca subía, se fiaba del silencio casi sepulcral que ofrecíamos.
Una noche, durante la cena, mi hermana pequeña se
atragantó; supongo que el miedo a lo que pudiera decir o hacer Sole la hizo
entrar en pánico y a pesar de que el atragantamiento no pasó a mayores ella
empezó a llorar, llamando a nuestra madre, implorando ir con ella, su ruego hacía
mella en mi otra hermana que empezaba con pucheros, no en Sole, que me mantenía
en su terrorífica actitud de que allí nada se alteraba sin su permiso, permiso
que nunca concedía, por supuesto; y yo estaba atónito, asustado, no sabía qué
consecuencias tendría aquello, a dónde nos llevaría el lloro de la pequeña, cómo
acabaría eso, temía lo peor, temía tener que salir en su defensa en caso de que
quisiera comérsela, o enterrarla viva o echarla al fuego. Qué se yo, cosas de
niños.
El caso es que ella, Sole, se levantó de un saltó
picando con las manos, con las palmas abiertas sobre la mesa:
- Basta de lloriqueos!- sentenció con la voz severa,
gritando en voz baja.- A la cama los tres!
Y así lo hicimos, cogí a la pequeña de la mano y
subimos al cuarto. Ya en él oímos los pasos inquietos de Sole en la salita, los
tres quietos escuchando aterrorizados, en el centro. Y nuestros peores miedos
se hicieron realidad, la oímos subir a zancadas las escaleras y no parar en su
cuarto, abrió la puerta cual huracán y allí nos pilló, mis hermanas se orinaron
encima del terror que sentían, yo estuve a punto.
- Qué hacéis? Al baño inmediatamente.- Miró a las dos
niñas.- Y vosotras, dormiréis meadas, así aprenderéis maneras.
Se acercó a ellas y las llevó a la cama, yo me quedé
petrificado, mirando, aterrado y odiándola a muerte, creo que nunca odié con
tanta energía a alguien. Las niñas, entre sollozos y casi sin aliento se
metieron, se dejaron hacer.
- Y tú a qué esperas?
Me metí en el baño y frente al espejo salió todo mi
odio en forma de lágrimas y al verme llorar a mí mismo la odié más si cabía.
Intenté orinar pero no pude, me lavé las manos y salí de nuevo. Soledad ya no
estaba y mis hermanas lloraban en silencio.
Me acosté con mi pena, ellas se durmieron, imagino que
el cansancio de tanta lágrima las venció pero yo no podía y estuve escuchando
los ruidos de la noche durante varias horas, hasta que perdí la consciencia y
los ruidos se fueron convirtiendo en mis sueños.
Cuando llevaba unas horas dormido otros ruidos me
despertaron, eran las niñas, cuchicheando.
- Pol- susurraban- Pol, despierta.
Y al ser más consciente entendí de su vigilia, seguían
los pasos en los pisos inferiores, y los pasos subían, pasaron por nuestro
cuarto y siguieron subiendo, dos veces, unos pasos seguidos de otros, y pararon
en lo que debía ser el último piso. Allí se oía más lejano, casi imperceptible
los pasos en el piso. Un portazo y unos pasos bajando, solo unos, sin nadie que
los siguiera. Luego silencio hasta el amanecer.
Amanecimos con escozor en los ojos, resaca de lágrimas
y con alboroto afuera. Soledad amaneció en el suelo, tirada junto a la torre,
en una posición imposible, rota y muerta.”