miércoles, 15 de marzo de 2017

Amor invertebrado. Soledad 3.

Cuando la luz llegó a la aldea María dejó a Ricardo por un electricista; desde que la institutriz se suicidó desde la torre donde dormían sus hijos él se había sumido en la más pura e insoportable oscuridad y soledad. Parecía como si él se sintiera culpable por ello, culpable por dejar a sus hijos con una perturbada, por lo que podría haber pasado, culpable quizás porque se recordara su hacienda como aquélla donde murió Soledad. Por todo, o por nada, porque nunca se pronunció, él se convirtió en un personaje oscuro y huraño.
Lo que la inteligencia de María nunca llegó a comprender es que realmente Ricardo era el culpable de todo eso y más. María moriría sin saber cuánto dolor y culpa acompañaron al padre de sus tres hijos hasta el final de sus días. Culpa y peso que en realidad no merecía, tan víctima fue como la propia Soledad, ella pagó el error con la vida y él también.
Y era el error de otros, de eso no cabía duda, porque el recordaba su propio principio y no le parecía un error; más bien un regalo divino. Soledad había sido y sería la mujer que más amó y deseó en la vida y la cruda realidad no impidió que la siguiera amando aún en la distancia y el dolor de los hechos.
Cuando Soledad se quedó embarazada Ricardo creyó que se le abría el cielo; ese fruto de su inmortal amor sería quien los liberaría del rechazo de los padres de él. Que más que rechazo era una negativa a la unión, esperando que no fuera más que un amor pasajero. Y corrió a darles la buena nueva a los condes, anunciando que Soledad iba a ser su esposa y condesa; a anunciar el amor sin fronteras de ningún tipo.
La respuesta de sus padres, saliendo de la boca fría de la condesa se convirtió en una guadaña que sesgaba de raíz las alas del amor.
- Hijo mío, eso no puede ser aunque haya sido.- empezó a hablar, serena y con un brillo casi tétrico en los ojos.
Ricardo ansiaba oír el argumento; creía que no había freno posible para su amor con Soledad y planes; si tanto se negaban él tenía intención de rechazar el título, la herencia y hasta a la propia familia.
Pero fue peor de lo jamás hubiera pensado.
“ La historia comenzó mucho antes de lo que él recordaba, mucho antes incluso de que él naciera.
Empezó cuando el conde salvó la vida de la que sería la matrona de la aldea; la salvó de los colmillos de los lobos hambrientos del bosque.
Entonces los dos estaban recién casados con sus respectivos cónyuges. Rocío, la matrona, quedó profundamente agradecida, por eso, cuando el conde le pidió ayuda no pudo más que prestarse; con la aprobación y agradecimiento que sentía su esposo hacía Pol, el conde.
Y era un favor de vida. Sara, la condesa, no podía concebir hijos de ninguna de las maneras, vacía para albergar una vida en su interior. Los deseaban, ansiaban y necesitaban porque el título se perdía sin herederos.
Rocío se prestó para parir a un conde; y ése mismo fue el primer parto al que asistió, solo que tuvo mellizos; Ricardo y Soledad.
El conde se quedó con su hijo, al que Sara educó como suyo, queriéndolo como cualquier madre a sus vástagos.
Rocío y su esposo criaron a Soledad, en el más puro de los amores paternos, para ellos era vida en agradecimiento de vida, siempre se sintieron dichosos de sus actos aunque nunca se lo contaran a sus hijos. Después de Soledad vinieron fruto de su amor dos hijos más, Facundo y Teresa.
Y todo siguió con normalidad y armonía hasta que los desconocidos mellizos se conocieron y enamoraron.
Ambas familias esperaban realmente que fuera algo pasajero pero nunca sintieron que tuvieran que aplicar un remedio real, nunca hasta que fue demasiado tarde.”
Estupefacto, incrédulo y seco se quedó Ricardo al conocer la verdad. ¿Qué reprocharle a quién? ¿A su madre adoptiva el deseo de ser madre? ¿A su padre el deseo de tener un hijo? ¿A su madre biológica el hecho de tener la bondad de darles un hijo, agradecida de la vida? ¿A su esposo por permitirlo, ése que él consideraba un gran hombre? ¿A todos por guardar el secreto de sus vidas? Sí, a partir de que en esas vidas entraba él. Pero ya era demasiado tarde.
Podría haberle contado a Soledad lo que él ya sabía pero pensó que no deseaba que ella sintiera tanto odio como él, no quería que odiara a sus padres. Optó por marchar y cargar con las culpas. Y dolió marcharse abandonándola a su suerte, pero ella iba a ser fuerte. Si tenía a su hijo él no lo reconocería; y si lo perdía todo acabaría ahí, todo menos su amor.
Así sucedió, rota por el dolor Soledad huyó y abortó al hijo del pecado, sin saberlo. Pero años después, cuando se creyó fuerte, volvió.
Ricardo no era fuerte, siempre fue consciente de que la seguía amando, él no fue esclavo del despecho ni del dolor ni de la rabia hacia ella. Y cuando volvió resurgió todo lo que había enterrado bajo años de silencio compartido.
Y sucedió de nuevo, ¿es más fuerte la sangre que el deseo? Podría haberle dicho entonces que ella misma era hija del conde y así acabar con el tórrido romance; podría ella haber cogido su parte de herencia y empezar la vida en otra parte. Pero él prometió en el lecho de muerte de sus padres que siempre guardaría el secreto, como se lo prometió a Rocío, temerosa de perder a su hija. ¿Es más fuerte el amor que las promesas a los difuntos?
Se lo dijo, pero fue tarde, se lo dijo cuando ella volvió a quedarse en estado.
Le contó lo que debería haberle contado años atrás; le contó que eran mellizos, hijos de los mismos padres, que ella era hija de un conde y sus hijos sus sobrinos; María era su cuñada y el hijo que esperaba era a su vez sobrino de ambos.
Le ofreció la mitad de todo lo suyo o más, si lo necesitaba, que por ley hubiera podido ser de ambos, para que se marchara. Que tuviera a ése hijo si tanto lo deseaba pero que antes tenía que saber que era hijo del peor de los pecados.
Ella no lo resistió, quizás tampoco quiso darse tiempo para pensarlo, estaba agotada y de pronto se agolparon en su pecho todas las emociones olvidadas. Quiso morir.
Le pidió a Ricardo que hiciera una cosa por ella, una última cosa.
 “Mátame”.
Era cruel, pero no más de lo que habían sido con ella. Y él lo hizo, la empujó por el ventanal de la torre de vigilancia de la hacienda.
Matando así el amor invertebrado que consumaban los dos hermanos
Lo hizo entendiendo que Soledad no soportaba la vida que le había tocado; no fue egoísmo, Dios lo sabe, ni tampoco justicia. Y si él le sobrevivió varios años con culpa; esa culpa no fue por el empujón sino por permitir que la vida los llevara a eso cuando pudo frenarlo antes del desastre.
La pequeña de las hijas del conde se llamaba Soledad, como la que era su tía secreta o como la que debería haber sido su madre, tan parecida a ella.



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