sábado, 25 de abril de 2009

Extraño amor (a través de un espejo retrovisor)

Esos labios color pasión, esos labios carnosos, siempre a escasos centímetros y siempre inalcanzables.
Kelly tomaba un taxi cada lunes por la mañana desde hacía ya casi un año, un taxi que la llevaba al aeropuerto bien temprano y otro que la recogía del mismo cada viernes mediodía y la llevaba a casa.
Para ella era casi cómodo que desde hacía unos meses, la compañía de taxis alternara con dos vehículos, se había convertido en una rutina agradable y familiar. Se turnaban por quincenas, Omar, que era muy hablador y agradable y, por lo visto también visionario en el campo económico mundial y otro joven, Alberto, que era absolutamente todo lo contrario. El trayecto resultaba ameno con ambos conductores, uno la despertaba con su charla acentuada y graciosa y el otro le permitía un poco de paz mientras durase el camino.
Sin quererlo, esos trayectos se convirtieron en una de las poquísimas cosas agradables de sus viajes a la Isla, de las pocas cosas que echaría de menos el día que decidiera cambiar de vida, un día que no caía lejos, se decía cada vez que embarcaba. Pero el color del dinero resulta ser bello, y su tacto agradable y dejar de ganar dinero era difícil, más difícil que la vida que llevaba, mucho más y mientras la balanza se inclinara bajo el peso del factor dinero era hasta difícil el planteamiento de dejarlo.
Para Alberto el trabajo se había convertido en un pequeño placer, siempre había intentado ver la parte buena de ser taxista y siempre le daba satisfacciones esa visión; hombres ocupados con profesiones serias, madres corriendo para llegar a todos los sitios, niños llorones, abuelos mágicos, turistas…, siempre se sacaba algo bueno de todo, si la propia experiencia en cada viaje no dejaba un merecido sabor de boca, Alberto, se recreaba en las posibles vidas que llevaban sus viajeros, a unos hasta llegaba a envidiarlos, de otros sentía lástima, siempre los colocaba en un extremo porque para llevar una vida normal ya estaba la él y carecía de atractivo imaginar normalidad. A otros, como a Kelly Rogers los adoraba, sentía profunda admiración aunque en el caso de ella ya hacía unos meses que solo lograba concentrarse en sus labios, en su perfume, en su cuello, en su profunda mirada y en su vespertina voz dulce de los lunes por la mañana; hacía ya unos meses que de camino a su casa para recogerla se imaginaba entrando en su casa, despertándola con besos y caricias y desayunando en su presencia.
Se decía que eso no estaba bien, el trabajo es el trabajo, pero soñar era de las pocas cosas gratis y gratificantes que podía hacer un chico como él, iluso.
La imaginaba todo lo lista que parecía, estudiando una carrera, allá en la Ciudad Condal, viviendo una vida como la suya, algo vacía por la falta de amor, seguro, seguro que Kelly estaba falta de amor, se leía en sus suspiros de los viernes por la tarde. Era perfecto pensar que a ella, como a él, le hacía falta rellenar ese hueco en el pecho, era perfecto pensar que él podía llenar ese espacio en ella con su humildad. Iluso. Pero esa imagen a través del espejo retrovisor los hechizaba, ese espacio que ambos y solamente ellos ocupaban por algo más de una hora a la semana, dos semanas al mes era su pequeño paraíso privado, intocable, hasta le dolía que se subiera otro cliente nada más bajarse ella, otro que pudiera mancillar tal encantamiento.
Un lunes de noviembre amaneció la Isla bajo una espesa capa de niebla, pasaba a veces por raro que pareciera en una isla del mediterráneo, se hacía casi imposible la clara visión en la carretera. Kelly esperaba algo impaciente en el portal de la finca donde vivía los fines de semana, Alberto no se estaba retrasando porque era muy profesional y nada más vislumbrar el tiempo tras la ventana de la cocina de su madre se apuró para no llegar tarde a recogerla, ella temía que el avión no saliese, si en la ciudad había esa niebla tan espesa el aeropuerto estaría intransitable.
Puntual como siempre Alberto paró el taxi frente a la figura que tanto deseaba. Normalmente cruzaban pocas palabras, las justas, normales y necesarias. Alberto temía mucho sobrepasarse de algún modo e intuía que ella agradecía el silencio, a menudo se preguntaba cómo sería su trayecto con Omar, a veces deseaba estar en la piel de él sólo para descubrirlo.
- Buenos días señorita Rogers- dijo recogiendo su siempre maletita de la acera.
- Buenos días, Alberto…, cómo crees que estará el aeropuerto.- dijo ella a su vez.
Alberto sorprendido por las palabras, que no dejaban de ser del todo normales pero no las esperaba.
- No lo sé pero parece que esté complicado…- casi tartamudeaba, deseaba que la conversación no se detuviera en eso y en su cabeza un huracán de ideas para prolongarla.
Ya en el taxi y rodando sobre el asfalto ella siguió en un largo suspiro, recostándose en el asiento trasero, como hacía otras veces que el sueño la podía, dejando a la vista, a través del retrovisor, unos ojos negros, mirada profunda, distraída a veces y cuando los cerraba se convertía en un ángel, no es cierto eso de que los ángeles no tiene sexo:
-Mucho me temo que se suspenderán los vuelos de esta mañana, porque la niebla es espesa y no parece que vaya a disiparse en poco tiempo.
- Yo también lo creo, fíjese como está el tránsito en la carretera.- Alberto intentaba mantener un hilo de conversación aunque no sabía por donde agarrar el cabo.
El tráfico era denso también a pesar de lo temprano que era, la visibilidad era escasa y todos se afanaban por llegar a alguna parte y no conseguían más que provocar retenciones y atascos.
Y ellos acabaron al final de una larga cola en la autopista, entre pitidos y niebla. Ella suspiraba mientras su mirada se perdía a través de la ventana, a él le parecía el ser más hermoso y delicado que vería jamás. De pronto ella miró la imagen que ofrecían sus ojos contemplándola a ella a través del retrovisor, pocas veces lo había pillado mirándola, Alberto se decía que las justas y normales, pero esa vez su mirada se clavó en la de él y por unos instantes la mantuvieron, hasta que ambos se ruborizaron sin saber del otro y se afanaron en mirar hacía otro lugar. Y con cuidado de volver a encontrarse a través del espejo retrovisor llegaron al aeropuerto.
El lugar, como cabía presagiar, semejaba un espejismo tras un velo tupido de novia. Alberto sacó el equipaje del maletero y cuando iba a dar por finalizado el encuentro ella cruzó una línea que parecía muy lejana.
- En caso de que se haga imposible viajar hoy, puedo llamarte para que vengas a recogerme? Quiero decir, llamar a la compañía y que vengas tú.
Alberto alucinaba en todas las expresiones de la palabra, casi no le salían las palabras que quería pronunciar y titubeando cruzó el también por el puente que ella le había construido.
- Si lo desea puedo darle mi teléfono móvil, así me llama directamente a mí.
Y así lo hizo, luego se marchó sintiéndose el hombre más afortunado del mundo. Menos de media hora más tarde volvía al aeropuerto a recogerla y la llevaba de nuevo a su casa.
El trayecto esta vez, igual de poco visible pero con miradas más resueltas y conversación más fluida aunque sin pasarse de lo mundano.
Al día siguiente, martes y siguiendo esa mueva línea que parecía infranqueable de repente, volvió a recogerla en su casa, la dejó en el aeropuerto y al desearle buen viaje y quedando para el viernes, como hacían siempre, unas sonrisas y miradas diferentes se cruzaban entre ellos en el aire.
Llegó el ansiado viernes y su ansiada (de ambos) visión del otro, él advirtió un ligero cambio en la vestimenta de ella y ella un cierto aliño en la de él.
La dejó en casa envuelto en un aura descontrolada de enamoramiento y a la vez triste porque la próxima semana era el turno de Omar y deseó vilmente que Omar enfermara o le pidiera un cambio repentino de turno, sí eso, mejor eso porque si Omar enfermaba, cosa del todo improbable porque el hombre era como de hierro igual iba otro del turno de mañana. Ella, a su vez, sentía un calor en el pecho mientras bajaba del taxi, un calor doloroso pero bello.
El fin de semana de la semana siguiente, Alberto, en el turno de noche, hacía uno de los servicios que menos le gustaba, el de transportar a unos hombretones en su despedida de soltero, simpáticos, borrachos pero poco guarros, por fortuna, lo invitaron a una coca-cola en el prostíbulo de turno, él accedió porque le parecía que la espera dentro del taxi se haría cuanto menos larga y tediosa.
Y allí, en la pasarela del show del lugar se cruzó con la mirada de su amada, bajo un antifaz de plumas exóticas y bajo la mirada esos labios carnosos, color pasión. Y las miradas quedaron suspendidas sobre el humo del local. Nadie parecía advertirlo, a Kelly la pagaban para eso, para sostener miradas desde la protección de un antifaz, creando así el morbo de la sospecha de conocer a la fulana. Pero ahora, petrificada, no lo hacía profesionalmente. Algo en su interior bajó estrepitosamente desde su pecho hasta sus pies y se odió por no parar a tiempo, miles de ideas chocaron en su mente y sintió como la balanza se rompía como cristal fino. Y él, hechizado por la visión, con la certeza de lo que veían sus ojos y confundido por el galope descontrolado de sus propias ideas sintió algo creciendo en su pecho, inflándose como un globo, hasta el límite, a punto de estallar como cunado la presión del aire tensa vertiginosamente el plástico.