sábado, 28 de marzo de 2009

Las Mujeres Pan.

Margarita era la décima alegría de un perfecto matrimonio. Los Rodríguez- Pan eran una feliz pareja, acomodada y trabajadora que siempre despertaban sonrientes y con ganas de sexo, siempre sexo productivo porque las mujeres Pan eran fértiles como la tierra agraciada. Pero Consuelo Pan sólo paría hijos profundamente retrasados e incluso deformes. Al ser fruto de su tremendo amor, el matrimonio los aceptaba como regalos divinos y eternos, y la pequeña Margarita fue la guinda del preciado pastel, que al nacer se trajo consigo las entrañas de la madre, dejándola seca para alimentar a más criaturas. Así Margarita creció rodeada de, en el mejor de los casos, vegetales, en el peor, monstruos de los cuales urgía mantener distancia, por el bien de su propia inocencia. A los quince años su benévola maldad, o su instinto de supervivencia se deshizo de los individuos más peligrosos, pasando por muerte natural tres y por desafortunado accidente dos más, a los dieciocho, huérfana de padres y disponiendo de la fortuna familiar dispuso de los mejores cuidados para aquéllos que según ella no merecían morir, aquéllos cuatro de los que sintió lástima. Y con lo que le quedó intentó labrarse un futuro.
Marchó a la ciudad y al cabo de un año Arturo, un próspero comerciante de especias, la desposó.
Abortó ocho criaturas porque las veía venir, retrasadas, deformes, sin ojos algunas, hasta unos siameses monstruosos. Y bien sabía lo que se hacía, nadie como ella para recordar su propia experiencia como la única aparentemente normal de una familia de retrasados mentales, nadie podía reprocharle nada porque hasta ella misma era anormal, secretamente anormal. Si bien nació entera por lo que se podía ver y creció entera por lo que se podía intuir, Margarita tenía el don de ver las cosas malas que se avecinaban y para ella, ocho hijos anormales eran cosa mala. También tenía una habilidad formidable para abortar naturalmente, concentrando el odio y convirtiéndolo en veneno que corría por sus venas y asfixiaba vía cordón umbilical. El sexto aborto, que podía ser también séptimo ya que eran mellizos fue tan fulminante que ni llegó a tener el retraso menstrual pertinente. Y ella, resignada ya, hubiera querido parar de embarazarse, pero eso no podía frenarlo y para ser un árbol borde parecía tener una productividad exquisita, herencia de la madre, a todas luces. Al noveno embarazo no pudo ponerle fin. La veía venir tan negra como a los otros, tan anormal o más si cabía, más así como iba avanzando la gestación. Y la parió, por fortuna y gozo de Arturo, parió a una criatura aparentemente normal a la que llamaron Milagros, ella se dejó hacer, convencida de que algo fallaría en esa hermosa muñequita, seguramente era ciega, o sorda, o ciega y sorda a la vez, o carecería de cuerdas vocales; algo había anormal porque ella la vio venir desde el mismo instante en que el avispado esperma de su marido dio con el óvulo salido del ovario izquierdo.
Milagros fue creciendo, creció catorce meses hasta que Margarita le dio un hermano, uno al que vio venir normal y al que parió en un largo y sentido suspiro de alivio a la vez que esperaba las anomalías secretas de su hija.
Le dio por pensar que tal vez Milagros era portadora de las mismas anomalías de ella, unas que no se veían. Concluyó, como si de un alumbramiento se tratara, que las mujeres Pan eran así, especiales. Porque ella, Margarita, fue la única hija del matrimonio, todas esas criaturas que la precedieron eran varones, físicamente, por lo menos y todas las criaturas a las que vio venir eran varones también, salvo Milagros. A Tomás, su hijo pequeño, no lo vio venir como tenía acostumbrado. Entonces, sería que al parir a una niña se rompía la desdicha y a partir de ahí todo eran niños sanos.
Milagros parecía una niña feliz, siempre andaba jugando, fantaseando, cantando. Tomás, que resultó ser aparentemente normal, creció un poco débil en los primeros años y en los siguientes un poco demasiado bajo las faldas de su madre. Margarita era feliz con sus dos criaturas y dejó de darle vueltas a su suerte, si bien se decía que debía cuidarse de que la niña no corriera tan dramática suerte.
Pero no lo hacía, porque de la buena vida se aprende rápido y Margarita parecía haber olvidado su desgracia y la que podía recaer en Milagros como la más palpable de las herencias. De haberlo hecho, de haberse detenido en observar los comportamientos de la niña podría haberse puesto en alerta; habría visto como Milagros se parecía demasiado a un ángel. Distraída, parecía poder vivir sin nada de lo que la rodeaba, tan bella como una puesta de sol y la esperanza de un amanecer, a veces, parecía flotar sobre el suelo y por las burlas de su hermano ni se inmutaba.
Los dos resultaron niños listos e inteligentes así que cuando tocó plantearse una educación superior Margarita se alarmó, si mandaba lejos a su hija y la embarazaban…, porque seguro, con lo delicada y buena que era, la embarazarían. Así que no le quedó otra que intentar darle a entender algo que ni siquiera se había insinuado.
- Mila, tienes que andar con cuidado, hija, no debes dejar que ningún hombre se te acerque más de lo necesario y menos si ves que sus intenciones no son claras ni buenas.- Intentaba eludir el tema de los anormales de la familia porque nadie salvo ella los había conocido pero así la charla le quedaba de lo más ridícula y poco efectiva.- Porque los hombres, Mila, pueden ser terribles en su afán por conseguir su capricho, sea cual sea, entiendes? Y a tu padre y a mí nos gustaría conocer al que será el padre de nuestros nietos, solamente.- seguía sin saber hacia dónde encaminarse sin ser demasiado clara.
- Mamá, no te preocupes, yo no me voy a ninguna parte. Vine a buscarte, sólo eso, solamente vine a buscarte para llevarte conmigo.
Margarita la miró alarmada, en verdad afloraba ahora la anomalía en una forma extraña, cómo le hubiera gustado tener a su madre cerca para preguntarle.
- Vine a buscarte para llevarte, no me viste venir?
- Claro hija, claro que te vi venir.
- Pues qué temes, con lo que hiciste con mis hermanos lo último que puedo permitirme es perder el tiempo engendrando, mamá. Voy a llevarte a un lugar en el cual te esperan todos, llevan mucho tiempo esperando tus abrazos.
Margarita lloraba, sentía que se había equivocado en cada embarazo, si todos los niños que abortó eran tan anormales como Milagros entonces merecían conocer la vida, en cambio sabía cuán nítida era la visión de ellos, deformes y retrasados.
Y pasó que la madre enfermó de pena y Milagros quedó a su lado cuidándola, envenenándola lentamente con sus besos y atenciones.
Tomás partió a la capital y ahí sacó al exterior la bestia que llevaba dentro, violando, matando, maltratando sutilmente todo cuanto tocaban sus manos, era igualito que un tío suyo pero con mejor presencia.
Margarita murió a los dos meses víctima de su propio mal y se dice que Milagros murió de pena, porque era un ángel que no pudo soportar el dolor de perder a su madre.
Tomás heredó los bienes y los quemó en drogas. Arturo murió víctima de un destino que no iba con él, al cuidado de las hermanas de la caridad, sin saber jamás de su hijo ni de lo que escondía la familia en sus entrañas.
Allí terminó la extirpe Pan, porque por fortuna, Tomás, no tenía semillas viables. Murió de viejo, pobre y enfermo, murió la peor de las bestias que podía parir una Pan, sin saberlo y sin quererlo.

lunes, 23 de marzo de 2009

La vida secreta de las palomas.

La señal que yo esperaba tardó cuarenta años en llegar, y una paloma no vive tanto; así que me pasé esas cuatro décadas cambiando de cuerpo volador a cuerpo volador, hasta que llegó mi hora de volver a ser humano, y volví en forma de anciana. Porque una no muere en el cuerpo de una paloma pero envejece igual y peor, porque no te das cuenta de cómo pasan los años.
Ya casi no recordaba el agradable calor que se siente al cambiar de forma, ni el cosquilleo de las plumas al desaparecer del cuello, ni las agujetas en los brazos que de repente no son alas.
La última vez que me convertí en paloma era para una misión que bien valía dejarse las plumas en ello. Tenía que llevarle un mensaje a una bella muchacha del pueblo; bella, inocente y encinta.
Los mensajes secretos de las palomas se dan de noche mientras el sujeto receptor duerme; sólo si sale del pico del ave y el humano duerme profundamente es capaz de percibir el mensaje. A veces es escaso e inútil porque el individuo tiende a confundirlo con los sueños y olvidarlo, o puede que en la lucidez del día una pequeña señal lo ponga en alerta para recordar algo. Suelen llamarlo premonición o presentimiento. Y estos mensajes secretos son la manera que tienen los sin nombre para jugarle malas pasadas al destino. Y yo soy una sin nombre. Octogenaria.
La muchacha receptora de esa misión recibió el mensaje y quiso el instinto maternal que no lo confundiera con nada, ni siquiera con paranoias de primeriza; así que al despertar huyó sin motivo aparente, poniéndose a salvo ella y a la criatura que llevaba en el vientre. Eran las ocho de la mañana de un lunes primaveral y yo llevaba ya seis horas esperando la señal. La que daba paso a mi metamorfosis.
En los cuarenta años que estuve esperando seguí entregando mensajes secretos, para ir matando el tiempo. También conté los días de la mano de los que se acercaban a la plaza de la iglesia todos los días a echarnos comida a mí y a mis congéneres bobos. Porque las palomas son animales bobos, doy fe, no porque lo parezcan. Lo son. No hablan, y pasarte cuarenta años con seres que no hablan es harto aburrido y tedioso. Por eso nunca sentí remordimientos al pasar de un cuerpo a otro. Salvo una vez, que dejé el cuerpo viejo maltrecho y una nena fue a dar con la cabeza sangrienta del pájaro. La pobre niña corrió espantada ensuciándose sus bonitos zapatos. Podría haber sido mi hija.
También me entretuve buscando la forma en que podía recibir la señal; en forma de rayo de luz a través de las hojas de los árboles, en forma de risa de niño, en el chirriar del tranvía al cruzar la plaza. Pero no fue nada de eso. Cualquier señal que pudiera parecer probable no lo era, ninguna daba la talla.
Y al final, cuarenta años después de aquel mensaje secreto vi la señal y fue maravilloso porque había soñado con ella. Vino cuando se hizo la luz y lo hizo en forma de sombra, de reflejo negro sobre los adoquines de la plaza. Era mi sombra, pero no tenía forma de paloma, mi sombra era una palmera, alta y majestuosa, de las que sobreviven a los siglos para contarnos la historia de primera mano.
Volé hasta la parte trasera de la iglesia, escondida tras unos salientes de piedra. Tuve cuarenta años de tiempo para buscar el lugar idóneo para el cambio. Allí, tumbada a la sombra y sin la compañía de mi reflejo pasé de paloma a mujer por última vez.
Me entristeció soberanamente verme anciana, no me parecía justo que después de mi buena labor no tuviera derecho a vivir la vida en el cuerpo de una mujer y me castigaran a vivirlo en el de un pájaro; así que me duró un cuarto de hora. Me apoderé del cuerpo de una linda jovencita, además encinta también.
Ahora ya no entrego mensajes, es complicada la metamorfosis cuando una no viaja sola y de momento mi misión es otra. Y mi vida, la de ahora, es la vida secreta de una paloma.

"A Rose y a su nieto Grégory."