domingo, 1 de noviembre de 2009

El ladrón de sus sueños.

Se oía el tintineo procedente de la bahía, y se oía también el ronroneo de un gato callejero, cerca, quizás al otro lado de la persiana. Pero él ya no era consciente de eso, ni de la envolvente oscuridad que lo había recibido hacía un momento.

De hecho ya no percibía ni sus propios pensamientos, estos ya se habían difuminado, convirtiéndose en un velo color humo que escondía un principio de sueño.

Y ese velo iba tomando forma, había tenido suerte esa noche, sus sueños se encaminaban por sendero delicioso, hasta reconocer el perfil de ella, blanco al reflejo de la luna, brillante.

Entonces pensó en sueños que la luna no solía dejarle dormir últimamente, se colaba por la rendija de la persiana semiabierta y se le clavaba en la frente como si un sol de justicia se tratara. Soñó no recordar si había luna esa noche.

Su mirada de sueño se perdió el los rizos de ella, eran perfectos, eran rizos de sueño. Brillaban como si tuviera entre los pelos estrellitas escondidas; se dijo que esa noche era todo perfecto; ella era su musa y él un genial poeta, quiso tener un lápiz para escribirle a la noche esos versos púrpura con tintes rojo, el rojo de sus labios. Y lo tuvo, en una mano un pincel, para pintar los sueños de versos y colores. En la otra su mano, la de ella, que lo conducía por la arena, dibujando con sus pasos huellas nuevas, mientras él escribía su amor, o su encantamiento. Soñó recordar que los sueños son del color de una noche de luna llena, reflejándose en la arena y destellando entre las ondulaciones del mar. Soñó recordar estrellas en el agua, igual que las del cielo. Escribió eso en el cielo, mientras iban andando, para que quedara para siempre con sus letras rojas, soñó recordar que no había rojos en los sueños.

Y distraído con los colores, como si de hadas rojas se tratara, no vio el barco en la arena. No sintió como ella soltaba su mano para dejarla llena de aire, del color de la luna.

Lo supo porque su pincel lo escribió en el aire, lo escribió con palabras color humo.

Miró, el barco ya había zarpado de nuevo, ella estaba en la cubierta, ni siquiera lo miraba. Quizás fue que no la vio despedirse; pero sí la vio coger a un gato y posarlo en su regazo mientras le acariciaba el negro pelaje.

Y se hizo de noche cerrada en sus sueños, sin luna y sin estrellas.

Despertó desolado, la luna se abría paso por la rendija de la persiana, clavando su brillo en la frente, a lo lejos se oían las campanas de los barcos y más cerca, quizás al otro lado de la persiana, un gato ronroneaba, seguramente estaba soñando que lo acariciaban.

Hundió la cara en los rizos de su mujer y volvió a dormirse, pero ya no soñó nada; quizás porque se olvidó el pincel y no pudo escribir un nuevo sueño.

sábado, 25 de abril de 2009

Extraño amor (a través de un espejo retrovisor)

Esos labios color pasión, esos labios carnosos, siempre a escasos centímetros y siempre inalcanzables.
Kelly tomaba un taxi cada lunes por la mañana desde hacía ya casi un año, un taxi que la llevaba al aeropuerto bien temprano y otro que la recogía del mismo cada viernes mediodía y la llevaba a casa.
Para ella era casi cómodo que desde hacía unos meses, la compañía de taxis alternara con dos vehículos, se había convertido en una rutina agradable y familiar. Se turnaban por quincenas, Omar, que era muy hablador y agradable y, por lo visto también visionario en el campo económico mundial y otro joven, Alberto, que era absolutamente todo lo contrario. El trayecto resultaba ameno con ambos conductores, uno la despertaba con su charla acentuada y graciosa y el otro le permitía un poco de paz mientras durase el camino.
Sin quererlo, esos trayectos se convirtieron en una de las poquísimas cosas agradables de sus viajes a la Isla, de las pocas cosas que echaría de menos el día que decidiera cambiar de vida, un día que no caía lejos, se decía cada vez que embarcaba. Pero el color del dinero resulta ser bello, y su tacto agradable y dejar de ganar dinero era difícil, más difícil que la vida que llevaba, mucho más y mientras la balanza se inclinara bajo el peso del factor dinero era hasta difícil el planteamiento de dejarlo.
Para Alberto el trabajo se había convertido en un pequeño placer, siempre había intentado ver la parte buena de ser taxista y siempre le daba satisfacciones esa visión; hombres ocupados con profesiones serias, madres corriendo para llegar a todos los sitios, niños llorones, abuelos mágicos, turistas…, siempre se sacaba algo bueno de todo, si la propia experiencia en cada viaje no dejaba un merecido sabor de boca, Alberto, se recreaba en las posibles vidas que llevaban sus viajeros, a unos hasta llegaba a envidiarlos, de otros sentía lástima, siempre los colocaba en un extremo porque para llevar una vida normal ya estaba la él y carecía de atractivo imaginar normalidad. A otros, como a Kelly Rogers los adoraba, sentía profunda admiración aunque en el caso de ella ya hacía unos meses que solo lograba concentrarse en sus labios, en su perfume, en su cuello, en su profunda mirada y en su vespertina voz dulce de los lunes por la mañana; hacía ya unos meses que de camino a su casa para recogerla se imaginaba entrando en su casa, despertándola con besos y caricias y desayunando en su presencia.
Se decía que eso no estaba bien, el trabajo es el trabajo, pero soñar era de las pocas cosas gratis y gratificantes que podía hacer un chico como él, iluso.
La imaginaba todo lo lista que parecía, estudiando una carrera, allá en la Ciudad Condal, viviendo una vida como la suya, algo vacía por la falta de amor, seguro, seguro que Kelly estaba falta de amor, se leía en sus suspiros de los viernes por la tarde. Era perfecto pensar que a ella, como a él, le hacía falta rellenar ese hueco en el pecho, era perfecto pensar que él podía llenar ese espacio en ella con su humildad. Iluso. Pero esa imagen a través del espejo retrovisor los hechizaba, ese espacio que ambos y solamente ellos ocupaban por algo más de una hora a la semana, dos semanas al mes era su pequeño paraíso privado, intocable, hasta le dolía que se subiera otro cliente nada más bajarse ella, otro que pudiera mancillar tal encantamiento.
Un lunes de noviembre amaneció la Isla bajo una espesa capa de niebla, pasaba a veces por raro que pareciera en una isla del mediterráneo, se hacía casi imposible la clara visión en la carretera. Kelly esperaba algo impaciente en el portal de la finca donde vivía los fines de semana, Alberto no se estaba retrasando porque era muy profesional y nada más vislumbrar el tiempo tras la ventana de la cocina de su madre se apuró para no llegar tarde a recogerla, ella temía que el avión no saliese, si en la ciudad había esa niebla tan espesa el aeropuerto estaría intransitable.
Puntual como siempre Alberto paró el taxi frente a la figura que tanto deseaba. Normalmente cruzaban pocas palabras, las justas, normales y necesarias. Alberto temía mucho sobrepasarse de algún modo e intuía que ella agradecía el silencio, a menudo se preguntaba cómo sería su trayecto con Omar, a veces deseaba estar en la piel de él sólo para descubrirlo.
- Buenos días señorita Rogers- dijo recogiendo su siempre maletita de la acera.
- Buenos días, Alberto…, cómo crees que estará el aeropuerto.- dijo ella a su vez.
Alberto sorprendido por las palabras, que no dejaban de ser del todo normales pero no las esperaba.
- No lo sé pero parece que esté complicado…- casi tartamudeaba, deseaba que la conversación no se detuviera en eso y en su cabeza un huracán de ideas para prolongarla.
Ya en el taxi y rodando sobre el asfalto ella siguió en un largo suspiro, recostándose en el asiento trasero, como hacía otras veces que el sueño la podía, dejando a la vista, a través del retrovisor, unos ojos negros, mirada profunda, distraída a veces y cuando los cerraba se convertía en un ángel, no es cierto eso de que los ángeles no tiene sexo:
-Mucho me temo que se suspenderán los vuelos de esta mañana, porque la niebla es espesa y no parece que vaya a disiparse en poco tiempo.
- Yo también lo creo, fíjese como está el tránsito en la carretera.- Alberto intentaba mantener un hilo de conversación aunque no sabía por donde agarrar el cabo.
El tráfico era denso también a pesar de lo temprano que era, la visibilidad era escasa y todos se afanaban por llegar a alguna parte y no conseguían más que provocar retenciones y atascos.
Y ellos acabaron al final de una larga cola en la autopista, entre pitidos y niebla. Ella suspiraba mientras su mirada se perdía a través de la ventana, a él le parecía el ser más hermoso y delicado que vería jamás. De pronto ella miró la imagen que ofrecían sus ojos contemplándola a ella a través del retrovisor, pocas veces lo había pillado mirándola, Alberto se decía que las justas y normales, pero esa vez su mirada se clavó en la de él y por unos instantes la mantuvieron, hasta que ambos se ruborizaron sin saber del otro y se afanaron en mirar hacía otro lugar. Y con cuidado de volver a encontrarse a través del espejo retrovisor llegaron al aeropuerto.
El lugar, como cabía presagiar, semejaba un espejismo tras un velo tupido de novia. Alberto sacó el equipaje del maletero y cuando iba a dar por finalizado el encuentro ella cruzó una línea que parecía muy lejana.
- En caso de que se haga imposible viajar hoy, puedo llamarte para que vengas a recogerme? Quiero decir, llamar a la compañía y que vengas tú.
Alberto alucinaba en todas las expresiones de la palabra, casi no le salían las palabras que quería pronunciar y titubeando cruzó el también por el puente que ella le había construido.
- Si lo desea puedo darle mi teléfono móvil, así me llama directamente a mí.
Y así lo hizo, luego se marchó sintiéndose el hombre más afortunado del mundo. Menos de media hora más tarde volvía al aeropuerto a recogerla y la llevaba de nuevo a su casa.
El trayecto esta vez, igual de poco visible pero con miradas más resueltas y conversación más fluida aunque sin pasarse de lo mundano.
Al día siguiente, martes y siguiendo esa mueva línea que parecía infranqueable de repente, volvió a recogerla en su casa, la dejó en el aeropuerto y al desearle buen viaje y quedando para el viernes, como hacían siempre, unas sonrisas y miradas diferentes se cruzaban entre ellos en el aire.
Llegó el ansiado viernes y su ansiada (de ambos) visión del otro, él advirtió un ligero cambio en la vestimenta de ella y ella un cierto aliño en la de él.
La dejó en casa envuelto en un aura descontrolada de enamoramiento y a la vez triste porque la próxima semana era el turno de Omar y deseó vilmente que Omar enfermara o le pidiera un cambio repentino de turno, sí eso, mejor eso porque si Omar enfermaba, cosa del todo improbable porque el hombre era como de hierro igual iba otro del turno de mañana. Ella, a su vez, sentía un calor en el pecho mientras bajaba del taxi, un calor doloroso pero bello.
El fin de semana de la semana siguiente, Alberto, en el turno de noche, hacía uno de los servicios que menos le gustaba, el de transportar a unos hombretones en su despedida de soltero, simpáticos, borrachos pero poco guarros, por fortuna, lo invitaron a una coca-cola en el prostíbulo de turno, él accedió porque le parecía que la espera dentro del taxi se haría cuanto menos larga y tediosa.
Y allí, en la pasarela del show del lugar se cruzó con la mirada de su amada, bajo un antifaz de plumas exóticas y bajo la mirada esos labios carnosos, color pasión. Y las miradas quedaron suspendidas sobre el humo del local. Nadie parecía advertirlo, a Kelly la pagaban para eso, para sostener miradas desde la protección de un antifaz, creando así el morbo de la sospecha de conocer a la fulana. Pero ahora, petrificada, no lo hacía profesionalmente. Algo en su interior bajó estrepitosamente desde su pecho hasta sus pies y se odió por no parar a tiempo, miles de ideas chocaron en su mente y sintió como la balanza se rompía como cristal fino. Y él, hechizado por la visión, con la certeza de lo que veían sus ojos y confundido por el galope descontrolado de sus propias ideas sintió algo creciendo en su pecho, inflándose como un globo, hasta el límite, a punto de estallar como cunado la presión del aire tensa vertiginosamente el plástico.

sábado, 28 de marzo de 2009

Las Mujeres Pan.

Margarita era la décima alegría de un perfecto matrimonio. Los Rodríguez- Pan eran una feliz pareja, acomodada y trabajadora que siempre despertaban sonrientes y con ganas de sexo, siempre sexo productivo porque las mujeres Pan eran fértiles como la tierra agraciada. Pero Consuelo Pan sólo paría hijos profundamente retrasados e incluso deformes. Al ser fruto de su tremendo amor, el matrimonio los aceptaba como regalos divinos y eternos, y la pequeña Margarita fue la guinda del preciado pastel, que al nacer se trajo consigo las entrañas de la madre, dejándola seca para alimentar a más criaturas. Así Margarita creció rodeada de, en el mejor de los casos, vegetales, en el peor, monstruos de los cuales urgía mantener distancia, por el bien de su propia inocencia. A los quince años su benévola maldad, o su instinto de supervivencia se deshizo de los individuos más peligrosos, pasando por muerte natural tres y por desafortunado accidente dos más, a los dieciocho, huérfana de padres y disponiendo de la fortuna familiar dispuso de los mejores cuidados para aquéllos que según ella no merecían morir, aquéllos cuatro de los que sintió lástima. Y con lo que le quedó intentó labrarse un futuro.
Marchó a la ciudad y al cabo de un año Arturo, un próspero comerciante de especias, la desposó.
Abortó ocho criaturas porque las veía venir, retrasadas, deformes, sin ojos algunas, hasta unos siameses monstruosos. Y bien sabía lo que se hacía, nadie como ella para recordar su propia experiencia como la única aparentemente normal de una familia de retrasados mentales, nadie podía reprocharle nada porque hasta ella misma era anormal, secretamente anormal. Si bien nació entera por lo que se podía ver y creció entera por lo que se podía intuir, Margarita tenía el don de ver las cosas malas que se avecinaban y para ella, ocho hijos anormales eran cosa mala. También tenía una habilidad formidable para abortar naturalmente, concentrando el odio y convirtiéndolo en veneno que corría por sus venas y asfixiaba vía cordón umbilical. El sexto aborto, que podía ser también séptimo ya que eran mellizos fue tan fulminante que ni llegó a tener el retraso menstrual pertinente. Y ella, resignada ya, hubiera querido parar de embarazarse, pero eso no podía frenarlo y para ser un árbol borde parecía tener una productividad exquisita, herencia de la madre, a todas luces. Al noveno embarazo no pudo ponerle fin. La veía venir tan negra como a los otros, tan anormal o más si cabía, más así como iba avanzando la gestación. Y la parió, por fortuna y gozo de Arturo, parió a una criatura aparentemente normal a la que llamaron Milagros, ella se dejó hacer, convencida de que algo fallaría en esa hermosa muñequita, seguramente era ciega, o sorda, o ciega y sorda a la vez, o carecería de cuerdas vocales; algo había anormal porque ella la vio venir desde el mismo instante en que el avispado esperma de su marido dio con el óvulo salido del ovario izquierdo.
Milagros fue creciendo, creció catorce meses hasta que Margarita le dio un hermano, uno al que vio venir normal y al que parió en un largo y sentido suspiro de alivio a la vez que esperaba las anomalías secretas de su hija.
Le dio por pensar que tal vez Milagros era portadora de las mismas anomalías de ella, unas que no se veían. Concluyó, como si de un alumbramiento se tratara, que las mujeres Pan eran así, especiales. Porque ella, Margarita, fue la única hija del matrimonio, todas esas criaturas que la precedieron eran varones, físicamente, por lo menos y todas las criaturas a las que vio venir eran varones también, salvo Milagros. A Tomás, su hijo pequeño, no lo vio venir como tenía acostumbrado. Entonces, sería que al parir a una niña se rompía la desdicha y a partir de ahí todo eran niños sanos.
Milagros parecía una niña feliz, siempre andaba jugando, fantaseando, cantando. Tomás, que resultó ser aparentemente normal, creció un poco débil en los primeros años y en los siguientes un poco demasiado bajo las faldas de su madre. Margarita era feliz con sus dos criaturas y dejó de darle vueltas a su suerte, si bien se decía que debía cuidarse de que la niña no corriera tan dramática suerte.
Pero no lo hacía, porque de la buena vida se aprende rápido y Margarita parecía haber olvidado su desgracia y la que podía recaer en Milagros como la más palpable de las herencias. De haberlo hecho, de haberse detenido en observar los comportamientos de la niña podría haberse puesto en alerta; habría visto como Milagros se parecía demasiado a un ángel. Distraída, parecía poder vivir sin nada de lo que la rodeaba, tan bella como una puesta de sol y la esperanza de un amanecer, a veces, parecía flotar sobre el suelo y por las burlas de su hermano ni se inmutaba.
Los dos resultaron niños listos e inteligentes así que cuando tocó plantearse una educación superior Margarita se alarmó, si mandaba lejos a su hija y la embarazaban…, porque seguro, con lo delicada y buena que era, la embarazarían. Así que no le quedó otra que intentar darle a entender algo que ni siquiera se había insinuado.
- Mila, tienes que andar con cuidado, hija, no debes dejar que ningún hombre se te acerque más de lo necesario y menos si ves que sus intenciones no son claras ni buenas.- Intentaba eludir el tema de los anormales de la familia porque nadie salvo ella los había conocido pero así la charla le quedaba de lo más ridícula y poco efectiva.- Porque los hombres, Mila, pueden ser terribles en su afán por conseguir su capricho, sea cual sea, entiendes? Y a tu padre y a mí nos gustaría conocer al que será el padre de nuestros nietos, solamente.- seguía sin saber hacia dónde encaminarse sin ser demasiado clara.
- Mamá, no te preocupes, yo no me voy a ninguna parte. Vine a buscarte, sólo eso, solamente vine a buscarte para llevarte conmigo.
Margarita la miró alarmada, en verdad afloraba ahora la anomalía en una forma extraña, cómo le hubiera gustado tener a su madre cerca para preguntarle.
- Vine a buscarte para llevarte, no me viste venir?
- Claro hija, claro que te vi venir.
- Pues qué temes, con lo que hiciste con mis hermanos lo último que puedo permitirme es perder el tiempo engendrando, mamá. Voy a llevarte a un lugar en el cual te esperan todos, llevan mucho tiempo esperando tus abrazos.
Margarita lloraba, sentía que se había equivocado en cada embarazo, si todos los niños que abortó eran tan anormales como Milagros entonces merecían conocer la vida, en cambio sabía cuán nítida era la visión de ellos, deformes y retrasados.
Y pasó que la madre enfermó de pena y Milagros quedó a su lado cuidándola, envenenándola lentamente con sus besos y atenciones.
Tomás partió a la capital y ahí sacó al exterior la bestia que llevaba dentro, violando, matando, maltratando sutilmente todo cuanto tocaban sus manos, era igualito que un tío suyo pero con mejor presencia.
Margarita murió a los dos meses víctima de su propio mal y se dice que Milagros murió de pena, porque era un ángel que no pudo soportar el dolor de perder a su madre.
Tomás heredó los bienes y los quemó en drogas. Arturo murió víctima de un destino que no iba con él, al cuidado de las hermanas de la caridad, sin saber jamás de su hijo ni de lo que escondía la familia en sus entrañas.
Allí terminó la extirpe Pan, porque por fortuna, Tomás, no tenía semillas viables. Murió de viejo, pobre y enfermo, murió la peor de las bestias que podía parir una Pan, sin saberlo y sin quererlo.

lunes, 23 de marzo de 2009

La vida secreta de las palomas.

La señal que yo esperaba tardó cuarenta años en llegar, y una paloma no vive tanto; así que me pasé esas cuatro décadas cambiando de cuerpo volador a cuerpo volador, hasta que llegó mi hora de volver a ser humano, y volví en forma de anciana. Porque una no muere en el cuerpo de una paloma pero envejece igual y peor, porque no te das cuenta de cómo pasan los años.
Ya casi no recordaba el agradable calor que se siente al cambiar de forma, ni el cosquilleo de las plumas al desaparecer del cuello, ni las agujetas en los brazos que de repente no son alas.
La última vez que me convertí en paloma era para una misión que bien valía dejarse las plumas en ello. Tenía que llevarle un mensaje a una bella muchacha del pueblo; bella, inocente y encinta.
Los mensajes secretos de las palomas se dan de noche mientras el sujeto receptor duerme; sólo si sale del pico del ave y el humano duerme profundamente es capaz de percibir el mensaje. A veces es escaso e inútil porque el individuo tiende a confundirlo con los sueños y olvidarlo, o puede que en la lucidez del día una pequeña señal lo ponga en alerta para recordar algo. Suelen llamarlo premonición o presentimiento. Y estos mensajes secretos son la manera que tienen los sin nombre para jugarle malas pasadas al destino. Y yo soy una sin nombre. Octogenaria.
La muchacha receptora de esa misión recibió el mensaje y quiso el instinto maternal que no lo confundiera con nada, ni siquiera con paranoias de primeriza; así que al despertar huyó sin motivo aparente, poniéndose a salvo ella y a la criatura que llevaba en el vientre. Eran las ocho de la mañana de un lunes primaveral y yo llevaba ya seis horas esperando la señal. La que daba paso a mi metamorfosis.
En los cuarenta años que estuve esperando seguí entregando mensajes secretos, para ir matando el tiempo. También conté los días de la mano de los que se acercaban a la plaza de la iglesia todos los días a echarnos comida a mí y a mis congéneres bobos. Porque las palomas son animales bobos, doy fe, no porque lo parezcan. Lo son. No hablan, y pasarte cuarenta años con seres que no hablan es harto aburrido y tedioso. Por eso nunca sentí remordimientos al pasar de un cuerpo a otro. Salvo una vez, que dejé el cuerpo viejo maltrecho y una nena fue a dar con la cabeza sangrienta del pájaro. La pobre niña corrió espantada ensuciándose sus bonitos zapatos. Podría haber sido mi hija.
También me entretuve buscando la forma en que podía recibir la señal; en forma de rayo de luz a través de las hojas de los árboles, en forma de risa de niño, en el chirriar del tranvía al cruzar la plaza. Pero no fue nada de eso. Cualquier señal que pudiera parecer probable no lo era, ninguna daba la talla.
Y al final, cuarenta años después de aquel mensaje secreto vi la señal y fue maravilloso porque había soñado con ella. Vino cuando se hizo la luz y lo hizo en forma de sombra, de reflejo negro sobre los adoquines de la plaza. Era mi sombra, pero no tenía forma de paloma, mi sombra era una palmera, alta y majestuosa, de las que sobreviven a los siglos para contarnos la historia de primera mano.
Volé hasta la parte trasera de la iglesia, escondida tras unos salientes de piedra. Tuve cuarenta años de tiempo para buscar el lugar idóneo para el cambio. Allí, tumbada a la sombra y sin la compañía de mi reflejo pasé de paloma a mujer por última vez.
Me entristeció soberanamente verme anciana, no me parecía justo que después de mi buena labor no tuviera derecho a vivir la vida en el cuerpo de una mujer y me castigaran a vivirlo en el de un pájaro; así que me duró un cuarto de hora. Me apoderé del cuerpo de una linda jovencita, además encinta también.
Ahora ya no entrego mensajes, es complicada la metamorfosis cuando una no viaja sola y de momento mi misión es otra. Y mi vida, la de ahora, es la vida secreta de una paloma.

"A Rose y a su nieto Grégory."