jueves, 23 de septiembre de 2010

Todos mis amantes, uno.

Yo quería ser puta.





Estaba yo tomando un café esa mañana en la que la vi por primera vez; en un pequeño antro de una larga calle llena de esquinas y putas.

La suya fue una aparición providencial, se llenó el espació de su imagen y de pronto en los rincones no había mugre.

En los meses posteriores la existencia de cada cosa y de cada instante quedaría marcada por la relevancia en su colocación al paso de ella por la callejuela. Y era posible que se borrara de la vulgaridad cualquier elemento que nada tenía que ver con María.

Era la puta más bella, la puta más puta sin duda y lo que más destacaba en ella era que aparentemente no destacaba en nada.

Esa primera vez que yo la vi desprendía un aire de autosuficiencia que lo vestía todo, llegaba María y quedaba en el aire la estampa de ser puta porque una lo valía, sin chulos ni chutes.

María era muy leída aunque la lectura la había alcanzado a ella a una edad muy puta ya y gracias a un cliente, modesto y ávido, que convirtió a su puta en una heroína nacional pero de quien nunca se supo más que un sobrenombre, Gata. Se llegó a especular con que la Gata era un personaje de la imaginación del genial escritor, que se colgó de una biga horas después de entregar su novela. Quizás por eso y no por el coño de la gata el libreto, resultado de muchas horas de retozar en la cama de María, más de las que quisiera gratis (aunque a lo hecho pecho, ahora quisiera cobrarlas como derecho de musa pero en su día las perdió muy gozosamente), llegó a ser la biblia de los más y los menos.

En el barrio de las putas donde se movía María, donde se movió sigilosamente Alan, el escritor y donde acabé dando coletazos yo para verlos ir, la fama de Gata se la llevaba otra, una sudamericana café con leche, que no respondía para nada a la magia que envolvía al personaje de Alan; a penas unos pocos sabían quien había albergado los sudores del escritor; una era la propia María, Ángel el editor, que dio con ella por casualidad y yo, que era la novia de Alan, sigiloso nuestro noviazgo y conocido por menos gente aún, a veces me pregunto si era yo la única que lo sabía.

Formábamos los tres, sabiendo lo que sabíamos sin saber lo que sabía el otro, un tándem de sexo y traición que giraba en torno a la musa del genio.

En mi caso era más una reconciliación con el pasado, los hechos y las pérdidas. Yo, que había sido quien sufrió las frustraciones de Alan, las idas y venidas, facturas, tinta y papel, la que cargó con los gastos de su genialidad, que no fueron pocos para mi modesto bolsillo, aspirante a genio también, necesitaba por lo menos saber quien había sido su musa y por qué ella y no yo. Y supe quien era nada más verla, quizás sólo yo la podía descubrir de esa manera, tras haberme bebido el antes y el después de cada frase, de cada párrafo del libro, buscando de paso alguien entre los personajes que pudiera ser yo. Y la quise nada más verla.

Ángel la descubrió sin querer, una noche de celebraciones y en su clímax de embriaguez, buscando el váter donde vomitar. Bien se cuidó de no decírselo no fuera que le reclamara algún beneficio. A mí no me descubrió nunca, ni en los orgasmos ni tampoco en la luna de miel, ni siquiera en su lecho de muerte cuando creyéndolo en las últimas le confesé todo en vano.

Tampoco me descubrió María, que a los dos días de conocernos ya pasaba sus horas libres conmigo, a los pocas semanas me presentó al editor que sería mi marido y esa misma noche empezamos a compartir cama los tres, nunca supe si gratis o si Ángel pagaba por los dos, quiero pensar que al final y de algún modo María se llevó su parte, aunque fuera en especias o ahogando las penas.



La Gata acabó sus días de fulana y de persona ahogada en un charco de sangre en una cuneta, corrió casi la misma suerte que la puta del libro de Alan. Nunca supimos quién o quienes la rajaron pero fuera quien fuera dio idea para que desaparecieran otras tantas del barrio, de alguna se encontró el cuerpo, de otras no se supo más. Lo que hizo que hasta muerta siguiera en el anonimato.

Tuvo un bonito funeral, como ella quería, con muchas flores y más lágrimas, banda de música y velos negros acompañando la limusina.

Algunos meses más tarde Ángel y yo nos casamos, refugiándonos en la soledad del otro. Fuimos más felices de lo que merecíamos y lo que esperábamos. Él se centró en su editorial y recuperó el esplendor que se había ido durmiendo entre las sábanas de La Gata.

En una ocasión, en la sobremesa de una velada encantadora, tumbados en el suelo de la terraza contando las estrellas, Ángel me preguntó cómo y por qué había conocido a María.

- Quería ser puta.- le dije yo saboreando unas palabras estudiadas para la ocasión.- Y ella logró, hizo que no lo fuera.

Cinco años después de María se fue él, agonizando y en silencio. Siempre me digo que ninguno de los dos tuvo una muerte justa, si es que morirse es de justicia.

Ángel me dejó viuda y rica rondando los treinta, con la carne aún prieta y un prometedor futuro en la cama de todos mis amantes, para no dejar de honrar a mis tres amores.