martes, 14 de marzo de 2017

Gotas de amor. Soledad 2

Caminaba en solitario por el sendero que llevaba a la ermita, era de noche pero la luz de la luna y de las estrellas iluminaban el blanco camino. Iba avanzando con empujada por el amor y la ilusión, contando las bocanadas de aire que aún le faltaban para respirar hasta llegar a él, aire vacío de su presencia.
Llegó poco antes de lo previsto pero Ricardo ya estaba allí, apoyado en una pared lateral de la pequeña capilla; la luna reflejaba luz en su rostro y a Soledad le parecía ver a un ángel, a su ángel.
Y allí, en ese paraje secreto del deseo se dejó llevar por el amor y la pasión de Ricardo, volando en sus brazos hasta tocar las estrellas:
- No son estrellas, son gotas de amor, lo sé porque las he tocado.- le decía a él embriagada de felicidad.
Y los encuentros se sucedieron, sin interrupción, durante dos años; entonces ella era una chica tocando la madurez popular; siguiendo los firmes pasos de su madre, llevaba camino de convertirse en la joven sucesora de la partera de la aldea. Joven y llena de vida, tejía entusiasmada su ajuar secreto, como secreta era su relación con Ricardo, hijo único del conde.
Secreta quizás por la edad de ella, o por los compromisos de él, nunca se paró a pensarlo, quizás el secreto formara parte del placer.
A Soledad nunca se le pasó por la cabeza que fuera otra la que ocupara el corazón de Ricardo, y no sólo porque la felicidad y enamoramiento la cegaran; él se ocupó de perseguirla hasta hacerla suya en cuerpo y alma, él le repetía en cada ocasión sus planes para ambos, él le pedía amor eterno y ella acabó por dárselo, inocente, sin saber que algunas promesas son más eternas de lo que deseamos.
Entonces desconocía que la vida no se teje con promesas.
Él partió de viaje, estuvo tres semanas fuera de la aldea; cuando marchó Soledad estaba embarazada. Ambos parecía felices con la idea, Ricardo le propuso matrimonio antes de partir y pospuso la petición de mano para su regreso, previsto en quince días.
Y el regreso se produjo, frío como el hielo inesperado, siete días tarde y de la mano de otra mujer.
Las explicaciones fueron escasas y sin sentido, pronto Soledad dejó de oír para encerrarse en un negro cajón de tormento.
Ricardo estaba enamorado de María y se iba a casar con ella. No iba a reconocer al hijo de Soledad como ilegítimo, si quería que llevara su nombre debía de criarlo él con su esposa, esa era la condición.
Pero Soledad, cegada por la desconocida rabia que sentía se dijo que nunca le daría un hijo, con o sin nombre. Huyó como alma que se la lleva el diablo y en la seguridad del anonimato, en un lugar desconocido abortó.
Cuando regresó a la aldea, años más tarde, su hermana pequeña ocupaba justamente su lugar como sucesora de la madre, ella tenía buenas referencias como institutriz en las mejores casas y Ricardo era padre de tres hermosos hijos.
Su regreso no fue tan agrio como el carácter que tenía desde que se marchó, nunca nadie, salvo Ricardo, supieron de sus andadas, ni siquiera del frustrado destino feliz, nadie supo que perdió a su bebé porque tampoco sabían que lo esperaba.
Y la belleza, dormida bajo la rectitud de un nuevo carácter, despertó de nuevo al Ricardo de antaño.
Soledad se entregó de nuevo en secreto, en el mismo de la ermita que los vio amarse tantas veces; él, aburrido de su perfecta vida condal, con su bella y joven esposa frágil, madre a tiempo completo.
Sole creía saborear una lenta venganza, sabiéndolo en sus brazos, dentro de ella, como un vicio insalvable.
Tanto pudo notar esa sed irrefrenable, tan real fue que él acabó por rogarle que se ocupara de sus hijos, que necesitaba enderezarlos para paliar los desmesurados mimos de María.
Ella se negó hasta que las súplicas resonaron en su cabeza, se negó hasta que él reconoció que la quería cerca, arrepentido, la quería bajo su mismo techo.
Y así fue.
Y allí, en la torre de vigilancia de la hacienda de Ricardo.
Inocente a pesar de sus treinta y cinco años, creyó de nuevo en el amor, en su amor. Ignorando que en realidad era el camino de su propia promesa de amor, años atrás. Ignorando que las gotas del amor eran gotas que la mojaban a ella y se perdían en la coraza de piedra, construida con años de dolor y de amor dilapidado. Gotas que ablandaron la coraza hasta hacerla inservible, de nuevo encinta, ciegamente ilusionada pero con el velo transparente cubriendo su mirar.
Ricardo no la quería, no quería ese hijo, y menos ahora que estaba felizmente casado; debía perderlo o marchar para siempre.
Destrozada de nuevo pero con el recuerdo del pasado golpeando en las sienes una noche se enfrentó a él, una noche que había sido especialmente dura cuidando de los hijos que debieron de ser suyos, de ambos; y con el amargo sabor que le dejaba el desprecio de su amor; desprecio a ella y a sus hijos no nacidos.
Esa fue su última noche en brazos de Ricardo. Cruel hasta la muerte le enseñó el desván, donde estaría la habitación del niño. En lo alto de la torre.
La empujó al vacío, a la muerte. Mató a su amante y a su hijo y si Soledad sentía después de muerta lo que más le dolería fue que matara el recuerdo de lo que debió ser implantando una versión falsa y una memoria falsa de su existencia.
A la mañana siguiente, Soledad amaneció en el suelo, tirada junto a la torre, en una posición imposible, rota y muerta.


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