Caminaba en solitario por el sendero que llevaba a la
ermita, era de noche pero la luz de la luna y de las estrellas iluminaban el
blanco camino. Iba avanzando con empujada por el amor y la ilusión, contando
las bocanadas de aire que aún le faltaban para respirar hasta llegar a él, aire
vacío de su presencia.
Llegó poco antes de lo previsto pero Ricardo ya estaba
allí, apoyado en una pared lateral de la pequeña capilla; la luna reflejaba luz
en su rostro y a Soledad le parecía ver a un ángel, a su ángel.
Y allí, en ese paraje secreto del deseo se dejó llevar
por el amor y la pasión de Ricardo, volando en sus brazos hasta tocar las
estrellas:
- No son estrellas, son gotas de amor, lo sé porque
las he tocado.- le decía a él embriagada de felicidad.
Y los encuentros se sucedieron, sin interrupción,
durante dos años; entonces ella era una chica tocando la madurez popular;
siguiendo los firmes pasos de su madre, llevaba camino de convertirse en la
joven sucesora de la partera de la aldea. Joven y llena de vida, tejía
entusiasmada su ajuar secreto, como secreta era su relación con Ricardo, hijo único
del conde.
Secreta quizás por la edad de ella, o por los
compromisos de él, nunca se paró a pensarlo, quizás el secreto formara parte
del placer.
A Soledad nunca se le pasó por la cabeza que fuera
otra la que ocupara el corazón de Ricardo, y no sólo porque la felicidad y
enamoramiento la cegaran; él se ocupó de perseguirla hasta hacerla suya en
cuerpo y alma, él le repetía en cada ocasión sus planes para ambos, él le pedía
amor eterno y ella acabó por dárselo, inocente, sin saber que algunas promesas
son más eternas de lo que deseamos.
Entonces desconocía que la vida no se teje con
promesas.
Él partió de viaje, estuvo tres semanas fuera de la
aldea; cuando marchó Soledad estaba embarazada. Ambos parecía felices con la
idea, Ricardo le propuso matrimonio antes de partir y pospuso la petición de
mano para su regreso, previsto en quince días.
Y el regreso se produjo, frío como el hielo
inesperado, siete días tarde y de la mano de otra mujer.
Las explicaciones fueron escasas y sin sentido, pronto
Soledad dejó de oír para encerrarse en un negro cajón de tormento.
Ricardo estaba enamorado de María y se iba a casar con
ella. No iba a reconocer al hijo de Soledad como ilegítimo, si quería que
llevara su nombre debía de criarlo él con su esposa, esa era la condición.
Pero Soledad, cegada por la desconocida rabia que sentía
se dijo que nunca le daría un hijo, con o sin nombre. Huyó como alma que se la
lleva el diablo y en la seguridad del anonimato, en un lugar desconocido abortó.
Cuando regresó a la aldea, años más tarde, su hermana
pequeña ocupaba justamente su lugar como sucesora de la madre, ella tenía
buenas referencias como institutriz en las mejores casas y Ricardo era padre de
tres hermosos hijos.
Su regreso no fue tan agrio como el carácter que tenía
desde que se marchó, nunca nadie, salvo Ricardo, supieron de sus andadas, ni
siquiera del frustrado destino feliz, nadie supo que perdió a su bebé porque
tampoco sabían que lo esperaba.
Y la belleza, dormida bajo la rectitud de un nuevo carácter,
despertó de nuevo al Ricardo de antaño.
Soledad se entregó de nuevo en secreto, en el mismo de
la ermita que los vio amarse tantas veces; él, aburrido de su perfecta vida
condal, con su bella y joven esposa frágil, madre a tiempo completo.
Sole creía saborear una lenta venganza, sabiéndolo en
sus brazos, dentro de ella, como un vicio insalvable.
Tanto pudo notar esa sed irrefrenable, tan real fue
que él acabó por rogarle que se ocupara de sus hijos, que necesitaba
enderezarlos para paliar los desmesurados mimos de María.
Ella se negó hasta que las súplicas resonaron en su
cabeza, se negó hasta que él reconoció que la quería cerca, arrepentido, la
quería bajo su mismo techo.
Y así fue.
Y allí, en la torre de vigilancia de la hacienda de
Ricardo.
Inocente a pesar de sus treinta y cinco años, creyó de
nuevo en el amor, en su amor. Ignorando que en realidad era el camino de su
propia promesa de amor, años atrás. Ignorando que las gotas del amor eran gotas
que la mojaban a ella y se perdían en la coraza de piedra, construida con años
de dolor y de amor dilapidado. Gotas que ablandaron la coraza hasta hacerla
inservible, de nuevo encinta, ciegamente ilusionada pero con el velo
transparente cubriendo su mirar.
Ricardo no la quería, no quería ese hijo, y menos
ahora que estaba felizmente casado; debía perderlo o marchar para siempre.
Destrozada de nuevo pero con el recuerdo del pasado
golpeando en las sienes una noche se enfrentó a él, una noche que había sido
especialmente dura cuidando de los hijos que debieron de ser suyos, de ambos; y
con el amargo sabor que le dejaba el desprecio de su amor; desprecio a ella y a
sus hijos no nacidos.
Esa fue su última noche en brazos de Ricardo. Cruel
hasta la muerte le enseñó el desván, donde estaría la habitación del niño. En
lo alto de la torre.
La empujó al vacío, a la muerte. Mató a su amante y a
su hijo y si Soledad sentía después de muerta lo que más le dolería fue que
matara el recuerdo de lo que debió ser implantando una versión falsa y una
memoria falsa de su existencia.
A la mañana siguiente, Soledad amaneció en el suelo,
tirada junto a la torre, en una posición imposible, rota y muerta.
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